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Rechazar para defender principios

En esta tribuna propusimos en marzo de este año Un Relato para la Campaña del No, donde argumentábamos que el gran problema de los promotores del Rechazo es que no defendían lo existente –la Constitución y “el modelo”– porque fueran buenos para el país, sino solamente porque eran mejores que lo que nos podría traer un proceso constituyente mal diseñado. Ahora me quiero referir a dos instituciones del modelo político, económico y social chileno que están en la mira de los promotores del Apruebo y gran parte de quienes rechazan no están dispuestos a defender: el Estado Subsidiario y el Régimen Presidencial.

El Estado Subsidiario es una gran innovación del ordenamiento chileno de los años ochenta. Antes teníamos un Estado modernizador, donde el Estado se encargaba de la modernización del país, y los particulares eran cooperadores de la modernización estatal. Este Estado modernizador tuvo diversas variantes, desde el período borbónico hasta el año 1973. El cambio del rol del Estado fue radical, pasando de un Estado que dirige el progreso del país a uno que estimula a los cuerpos intermedios y supliendo cuando sea necesario para el bien común.

En palabras de Bernardino Bravo, “Chile no esperó estos desmoronamientos [la caída de la URSS, el socialismo democrático francés y la democracia cristiana italiana]”, sino que “[s]e anticipó a abandonar este ideal y a emprender un camino diferente, el del Estado subsidiario, que en lugar de pretender regular desde arriba las actividades del pueblo, apela al empuje e iniciativa de las personas y organizaciones intermedias. El tránsito de uno a otro tipo de Estado es una de las claves de su trayectoria institucional en el siglo XX” (Del Estado Modernizador al Estado Subsidiario. Trayectoria Institucional de Chile 1891-1995. En Revista de Estudios Histórico-Jurídicos XVII).

El Estado Subsidiario sufre de muy mala fama, por diversas razones. En parte porque sus críticos más duros han difundido una visión equivocada de éste, al mismo tiempo que algunos de sus defensores han aceptado esa crítica. También, porque el Estado ha llegado tarde en ayuda de quienes más lo necesitan, al mismo tiempo que crece elefantiásicamente en burocracia, apoyando a los llamados “operadores políticos” y no a los más vulnerables del país. Por supuesto, es probable que un pilar del Estado Subsidiario, la focalización del gasto social, debió reinventarse para apoyar no sólo la reducción de la pobreza, sino una vida más digna de la clase media vulnerable. Sin embargo, para eso no era necesario romper con el Estado Subsidiario para pasar a uno Solidario o incluso Benefactor, sino que entenderlo bien y aplicarlo correctamente, de forma prudencial.

Otra columna fundamental del ordenamiento institucional chileno que se encuentra en entredicho es el régimen presidencial. A diferencia del rol subsidiario del Estado, esta institución está por alcanzar una vigencia casi bicentenaria. Desde los inicios de la República, nuestro país se ha ordenado desde la institución presidencial. Incluso, si seguimos a Bernardino Bravo, la Presidencia es una institución heredada del período hispano, aunque tenía otras atribuciones. 

De todas formas, una defensa del presidencialismo se puede fundamentar primero en nuestra experiencia histórica, y segundo por la configuración institucional del Estado chileno. Como bien recuerda Juan Ignacio Brito, Alberto Edwards fue capaz de ver muy lúcidamente que la obra de Portales –es decir, la restauración de una cultura de obediencia a la autoridad encarnada ya no en el rey sino en el Presidente de la República–, configuró la cultura política de nuestro país por estos doscientos años de vida independiente, mientras que el parlamentarismo “[s]iempre ha resultado ser un fracaso, pues cunden el faccionalismo y la ineficacia y se extravía la visión de conjunto y nacional que aporta la figura del Presidente”. 

Por eso, cuando se mutó a un régimen pseudoparlamentario –que estructuralmente se parecería más bien a uno semipresidencial, las ironías de la vida–, fue con costos bastante altos y que no queremos retomar: una partitocracia indiferente a los problemas de las personas más pobres del país; un Presidente imposibilitado de gobernar por un Congreso obstruccionista, que en aras de pequeñas victorias políticas no escatimaba en defenestrar ministros que no eran de su confianza; etc., todo eso, en abierta oposición a la letra de la Constitución Política –hubo una “mutación constitucional” y no una reforma–. 

Parte de esos problemas ya los vivimos en la actualidad, y mutar a un régimen semipresidencial o semiparlamentario no hará sino profundizarlos, ya que el Gobierno ya no le respondería a los ciudadanos sino al Congreso. Por eso, como señala Sebastián Soto, “Chile no aguantaría un sistema de distribución del poder en el que el Presidente no tenga atribuciones para decidir, que son aquellas que la ciudadanía tradicionalmente le ha demandado. Ello disociaría aún más a quienes ejercen poder de los ciudadanos que les reclaman soluciones”.

De esta manera, estas reformas políticas –promovidas por quienes defienden el Rechazo– no serían sino un “salvavidas de plomo” para el modelo chileno. En un contexto en que se exige cada vez más del Estado, romper con nuestra trayectoria institucional presidencialista, con monocefalía del ejecutivo y con instancias claras a las cuales acudir, para pasar a un régimen bicéfalo y dependiente de un Congreso multicolor prácticamente incapaz de lograr acuerdos, no parece muy prudente. Si a eso le sumamos un aparato estatal benefactor, la mezcla no es muy buena, aunque se mantenga la Constitución actual. Por el contrario, tanto el Régimen Presidencial como el Estado Subsidiario tienen las herramientas para satisfacer las necesidades de los chilenos en esta hora presente, al mismo tiempo que estimular a la sociedad civil, para que sea ella y no el Estado la que promueva el desarrollo del país, y con éste el bien común social.