Notas sobre la impronta hispánica en la identidad cultural chilena

José Tomás Hargous Fuentes | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Sociedad

El 25 de abril de 1844, en pleno gobierno de Manuel Bulnes (1841-1851), el Reino de España reconocerá la independencia de la República de Chile, por medio de la firma de un Tratado de Paz y Amistad entre ambos Estados, signado en España por los ministros plenipotenciarios José Manuel Borgoña y Luis González Brabo, en representación del Presidente Bulnes y de la Reina Isabel II, respectivamente. 

Este tratado venía a cerrar tres años de negociaciones y casi una década de guerra entre países hermanos, así como a inaugurar un período de relaciones diplomáticas que, salvo por la interrupción dada por la Guerra Hispano Sudamericana (1865-1866), sigue vigente hasta hoy. Como sostiene en su artículo 1°, “Su Majestad Católica […] reconoce como Nación Libre, Soberana e Independiente a la República de Chile, compuesta de los países especificados en su ley Constitucional, a saber: todo el territorio que se extiende desde el desierto de Atacama hasta el Cabo de Hornos, y desde la Cordillera de los Andes hasta el mar Pacífico, con el Archipiélago de Chiloé y las islas adyacentes a la costa de Chile. Y Su Majestad renuncia, tanto por sí, como por sus herederos y sucesores, a toda pretensión al gobierno, dominio y soberanía de dichos países”.

Asimismo, en el artículo 7° se señala que “Como la identidad de origen de unos y otros habitantes, y la no lejana separación de los dos países pueden ser causa de enojosas disensiones en la aplicación de lo hasta aquí estipulado entre Chile y España, consienten las Partes Contratantes; primero, en que sean tenidos y considerados en la República de Chile como súbditos españoles los nacidos en los actuales dominios de España y sus hijos, con tal que estos últimos no sean naturales del territorio chileno; y se tengan y respeten en los dominios españoles como ciudadanos de la República de Chile las nacidos en los Estados de dicha República y sus hijos, con tal que estos últimos no sean naturales de los actuales dominios de España”.

El documento en cuestión no sólo es interesante desde el punto de vista diplomático, sino que nos permite referirnos a las claves para comprender la impronta hispánica en la identidad cultural chilena. Ésta es una nota fundamental del ser chileno. Tal como la Iglesia ha sido un pilar fundamental en la construcción de nuestro ser patrio, el otro pilar lo ha sido la cultura española. 

Quien lo explica muy claramente es Jaime Eyzaguirre: “Chile se incorpora a la historia en el momento en que el español pisa su territorio. Antes este último se hallaba habitado por diversos pueblos sin ligamen racial y cultural. Nada de coincidente existía entre el atacameño, el araucano y el fueguino. La conciencia de una patria común jamás se anidó en sus mentes. Fue el español el que ató la invertebrada geografía de Chile, le dio sentido de unidad al territorio e infundió en sus habitantes un alma colectiva. El nombre de Chile, que había sido sólo el de un valle, pasó a ser la denominación de todo un extenso país. El español trajo consigo idioma, religión, derecho, instituciones y formas de vida, que se extendieron a los pueblos aborígenes y contribuyeron a producir la fusión de las razas. La época de gobierno español del territorio de Chile vino a ser así la etapa de gestación de la nacionalidad chilena”. (Jaime Eyzaguirre (1967), Historia de las instituciones políticas y sociales de Chile, Santiago: Editorial Universitaria, 2011, 19).

Cuando llegan a estas tierras, como decíamos en nuestra última columna, los conquistadores españoles empezaron “con la fundación del cabildo, y posteriormente se construía una iglesia, estableciendo las dos espadas en el Reyno de Chile. A continuación se instalaría la Real Audiencia, y comenzaría la creación de Universidades, primero a manos de las órdenes religiosas y luego de la Corona”. Paralelamente a las ciudades, también se hacía lo propio en el campo, con la organización social en torno a la hacienda, vigente hasta la reforma agraria.

Si reflexionamos sobre nuestras tradiciones –el Cuasimodo que celebramos estos días, el rodeo y otras costumbres huasas–, todo rememora el campo español; en las cualidades de nuestra aristocracia, la historiografía ha visto la fusión entre la impronta castellana y el genio vasco –tanto es así que se atribuye a Miguel de Unamuno que “La Compañía de Jesús y la República de Chile son las dos grandes hazañas del pueblo vascongado”–; en nuestras instituciones –Presidente, Iglesia, Ejército, Judicatura–, los españoles pusieron el puntapié inicial; etc., todo esto con las particularidades propias del territorio y del mestizaje entre criollos y araucanos. 

De esta manera, fueron los españoles los que nos legaron no sólo el idioma, la religión o las instituciones, sino que Chile como unidad territorial y política, es una obra española. Como indica Eyzaguirre, “Si bien desde Pedro de Valdivia los colonizadores españoles, superando el fragmentario localismo indígena, vislumbraron la unidad del país desde el desierto de Atacama a las latitudes magallánicas, la verdad es que la vida colectiva se concentró de preferencia, durante los primeros siglos de historia chilena, en la zona comprendida entre los ríos Elqui y Biobío (30° a 37°)” (Jaime Eyzaguirre (1967), Historia de las instituciones políticas y sociales de Chile, Santiago: Editorial Universitaria, 2011, 17).

Naturalmente, a partir de 1810 comenzará la sinergia de la naciente cultura chilena con otras culturas extranjeras, como la inglesa o la alemana durante el siglo XIX; o la francesa, croata, palestina, entre otras, durante el siglo XX. Sin embargo, en ambos casos fue un revestimiento sobre lo chileno y no un reemplazo de la chilenidad, sino que convergieron con ella, dando más complejidad a una identidad ya definida antaño: una cultura de trabajo, afincada a la tierra, muy devota de su patria.