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Preguntas fuertes y valientes

La porfiada insistencia de la gran mayoría de nuestra clase política en continuar con el proceso constituyente pese a la abrumadora derrota sufrida en el último plebiscito, no puede menos que obligar a reflexionar profundamente sobre nuestro actual sistema político.

En efecto, resulta desconcertante la falta de conexión de esta clase política con la realidad y las verdaderas necesidades de la gente, pese a las cada vez más fuertes peticiones de buena parte de la ciudadanía en este sentido, al haber problemas mucho más urgentes que solucionar que tener un nuevo texto constitucional. De hecho, a momentos da la impresión que para ella, el resultado del plebiscito hubiera sido exactamente el contrario al real.

Así las cosas, ¿tiene sentido nuestra democracia? Si ante un veredicto tan claro y contundente como este, muy superior al del plebiscito de entrada, se hacen oídos sordos, fundamentando su actuación en autorizaciones “supuestas” o “evidentes” para seguir con este proceso constituyente, ¿para qué se solicita entonces el voto popular? Si éste sólo va a ser respetado y alabado cuando coincide con las pretensiones de esa clase política (y viceversa), sería mejor instaurar un régimen oligárquico (algo así como “el grupo de los 200”) y no hacer perder el tiempo y recursos a la ciudadanía para ir a las urnas.

Pero el asunto da aún para más: ¿cuál es la razón de este persistente empeño por crear una nueva Carta Fundamental? En una columna pasada señalábamos que como esto muestra de forma evidente y palmaria que la clase política no está escuchando el clamor popular (y que sólo lo hace cuando le conviene), lo anterior significa que se encontrarían sirviendo a otros intereses: a los suyos propios o a los de alguien superior a ellos.

Con todo, siendo esto último lamentable en extremo, un poco de realismo político debe hacernos caer en la cuenta de que lo anterior resulta perfectamente posible. Mal que mal, la historia humana ha mostrado que durante casi todo el tiempo, los gobernantes han abusado del poder que detentan. Sólo en épocas muy recientes y luego de mucha reflexión y sacrificio, se ha intentado cambiar esta lamentable situación. Y pese a los avances que supuso el constitucionalismo moderno, al regular y dividir al poder a fin de limitarlo y hacerlo menos arbitrario, ha prometido bastante más de lo que en los hechos ha podido dar.

Lo anterior significa que por su propia naturaleza, el poder siempre buscará sacudirse de sus hombros cualquier limitación que pretenda apresarlo o quitarle fuerza. Sería completamente contradictorio con su esencia que aceptara de buen grado este sometimiento. Así, metafóricamente podría comparárselo con un animal salvaje imposible de domesticar, y al cual únicamente cabe mantener a raya con mucho esfuerzo.

Por tanto, más allá de dogmas, ideales o tabúes: ¿están sirviendo nuestros sistemas democráticos para limitar al poder? ¿Son los gobernantes de verdad servidores de los gobernados? Tómese en cuenta, como también hemos advertido, de la creciente influencia que sobre la actividad de estos últimos están teniendo una serie de organismos internacionales sobre los cuales no existe ningún tipo de control.

En el fondo, debemos hacernos esta pregunta de manera directa, fuerte y valiente: ¿Está cumpliendo hoy la democracia el papel para el que idealmente debiera existir?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.