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Sobredimensionado

Es lo sucedido en Chile con el tema indígena, salvo en un lugar, La Araucanía, donde tras 30 años solo en el último tiempo se aprecia la gravedad del conflicto de insurgencia. En un auténtico racismo al revés —racismo al fin y al cabo, heroización de etnias—, finalmente se postula una estructura de representación y organización política del país que tiene mucho de pureza étnica, una utopía racista como tantas otras. Antes de que nos caiga la pesada mano de la penalización por “negacionismo”, lugar común, es bueno esbozar algunas puntualizaciones.

No se trata de un problema chileno. Nos arribó porque se transformó en una demanda de pueblos o de grupos políticos (cosa bien diferente) conectados con la política mundial de la post Guerra Fría. Los medios de comunicación de masas hicieron lo suyo y Hollywood ha sido el tribunal superior de, por ejemplo, cómo debe ser la vestimenta indígena. Tras esto yace el arduo problema, nada fácil de sobrellevar y solucionar, de la coexistencia física y geográficamente estrecha de sociedades altamente influidas por la evolución civilizatoria, y aquellas más marcadas por un modo de existencia arcaico, originario. Los países ricos y con amplios espacios (como Canadá y Australia) han podido desarrollar políticas que dan un viso de solución, pero sumamente incompleta y, para muchos, fracasada. No por una maldad en especial, sino porque es un desafío indócil a tanto tratamiento, proceso de largo plazo con grandes frustraciones en el camino. En Chile no podrá ser muy diferente.

Las etnias no mapuches, todas del norte, son numéricamente muy pequeñas, con el típico problema de pobreza y diferencia cultural, pero no constituyen la base de un quiebre del Estado. Los programas deben ir, como en tantas partes, a su gradual integración y combinación cultural. Es la manera como se manejan estas diferencias que vienen a ser matices, al menos si las comparamos con situaciones trágicas que observamos en el sudeste asiático y África negra.

La realidad nacional no es que el 10% sea indígena, una estadística inflada por la autoidentificación como una especie de orden de partido, el imperio de la moda. No da para plurinacional (¿existe eso?), ya que el concepto de nación requiere de alguna conciencia común e instituciones políticas que acrediten ese grado de autoconciencia y autonomía. En Chile, y en general en la mayoría de América Latina, el mestizaje constituye la realidad principal. Incluso el mundo mapuche del sur no se sustrae a la conciencia criollo-mestiza. En tiempos de hegemonía de la “autoidentificación”, no es de extrañar que el considerarse descendiente de las etnias originales haya sumado más del 10% (el autor de esta columna también tiene una módica ascendencia indígena conocida, y otra imponderable desconocida), y lo mismo podrían reclamar más del 90% de mestizos.

El problema real es el de la insurgencia en La Araucanía, una población más mestiza que “originaria”, donde, entre otros rasgos de esta filiación y gran paradoja, proporciona elemento valioso y leal a las fuerzas armadas y de orden. El conflicto, a estas alturas armado, debe tratarse como tal y, para que se conserve dentro de un Estado de derecho, el esfuerzo, de largo aliento en lo temporal, debe concentrarse, amén de proteger a la gran mayoría mestizo-criolla, en distinguir y separar a la población más propiamente mapuche de la fuerza insurgente. Ello es así porque esta última, en una estrategia demasiado conocida a lo largo de la historia, intenta justamente secuestrar o cooptar —o ambos— al mundo mapuche. La inacción de tres décadas la convierte en tarea de terreno más escarpado.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el martes 5 de octubre de 2021.