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De la manipulación del idioma en el Chile del siglo XXI

Cuando, en el año 3021, los arqueólogos del milenio futuro, estudien las ruinas de nuestra civilización, estoy cierto que quedarán perplejos o al menos con cierta sensación de lástima por nuestras miserias actuales.

Uno de los signos más evidentes de decadencia cultural, a lo largo de toda la historia de Occidente Cristiano, es la degradación del lenguaje. 

Se suele decir que la mejor forma de envilecer a un pueblo es corromper su lenguaje y vaya que hay verdad en esta máxima de experiencia.

En la Grecia del helenismo, cultura con influencias orientales que surgió tras el relámpago enceguecedor que fue el reinado de Alejandro el Grande, los jóvenes nobles helenos solían llamarse entre ellos ya no con los elegantes y complejos nombres de la antigua Atenas clásica, sino con un afectuoso y no menos vulgar mote de “perro”. Las similitudes con nuestro tiempo son notorias ¿no?

Bien nos ha recordado recientemente la destacada profesora Ximena Pulgar, editora de este medio, que similar fenómeno apareció en los tiempos de la antigua Roma cuya alta y floreciente civilización del Principado fue reemplazada por una degradada, en donde el latín “vulgar”, tosco pero popular y extendido reemplazó lenta y casi imperceptiblemente a la elegante lengua de Virgilio y Horacio.

Y así en lo sucesivo podemos analizar una y mil veces el mismo fenómeno. Cuando una cultura y su lengua, vehículo civilizatorio por excelencia, llegan a su culminación, solo toca que decaigan. Ocurrió en nuestra propia tradición tras la riqueza deslumbrante del Siglo de Oro, con Cervantes, Lope, Calderón y Quevedo. Y volvió a ocurrir tras la edad de Plata, que culminó en Unamuno y la Mistral. 

Pero lo que hoy observamos con preocupación creciente es algo más que el simple declive sociológico de una determinada forma de expresión idiomática. Es un fenómeno más complejo que se inició entre los años 60 y 70 del siglo pasado lejos de nuestras fronteras, en la costa este de los Estados Unidos de América de la mano del surgimiento de ciertos movimientos de “liberación” centrados en la construcción de “identidades”. Decimos liberación entre comillas, pues el árbol que los nutre ha resultado ser más bien una hidra de siete cabezas que cada vez que pierde una le brotan dos y lo único que ofrece como fruto liberador es la servidumbre completa de sus seguidores, que se comportan como fanáticos de una secta religiosa.

Sí, los movimientos de liberación hoy pueden ser de naturaleza sexual, religiosa, racial, social y hasta culinaria, siendo este último, llamado “vegan” de los más furibundos y rabiosos. Pareciera que el no comer proteínas animales provocara en sus hambrientos feligreses una cierta iracundia vital endémica que activa los procesos más primitivos del encéfalo reptiliano, el que solo enfoca claramente lo que se quiere atacar y destruir. O dejas de comer hamburguesas o te mato, pareciera ser la consigna.  Y mientras más extremo es el movimiento o “colectivo” como les gusta denominarse, más interés tiene en la manipulación del lenguaje.

La riquísima cultura lingüística hispánica, de la que somos herederos, nos ha protegido de este fenómeno durante un tiempo desusadamente largo, pero sus benéficas influencias han llegado a su fin. El limitadísimo vocabulario que hoy manejan los jóvenes egresados de la educación secundaria, no superior a 400 vocablos de los más de 70.000 del español, complementados por unas cuantas decenas de groserías que sirven de ubicuo comodín, ni siquiera se expresa por completo, sino que sus usuarios se permiten abreviarlo en ingeniosas siglas que, sin duda, constituirán el quebradero de cabezas de los historiadores del futuro. Pues no existen breviarios o glosarios de esta cultura coprolálica abreviada.

En este triste panorama de vulgarización de la cultura muchos proyectos de manipulación lingüística pasan desapercibidos. La opinión pública suele centrar su atención en el discurso de las identidades sexuales con sus ridículos las, los, l@s, lxs y últimamente “les”, pero la hidra esconde sus cabezas ante las mentes desprevenidas.

Es el caso de algunos profesionales de los medios de comunicación que suelen repetir con cierta superficialidad una afirmación que les colma la vanidad: “el lenguaje crea realidad”, y es exactamente lo que el discurso de las identidades pretende: manipular el lenguaje cambiando el significado de las palabras o incluso sus grafías para hacerles expresar la nueva “realidad” de lo que desde esa identidad en particular se quiere expresar. Como el aborto tiene una larga y justa connotación de crimen, entonces se le dice “interrupción voluntaria del embarazo”, y hay miles de ejemplos más.

Pero las cosas parecen ser precisamente al revés. Como solía decir un viejo profesor de español de nuestras tierras, si el animal es mamífero, terrestre, tiene dos cuernos, ubres, manchas, cola, 4 patas y dice Mú, entonces es vaca, aunque muchos le llamen cocodrilo. Pues el lenguaje solo describe la realidad, no la cambia. Y aunque la actitud voluntarista de los promotores del discurso de identidades no acepte esta verdad evidente, el lenguaje siempre encuentra la forma de cobrarse revancha de los intentos de manipularlo. Es el caso de la respuesta que la Real Academia de la Lengua Española le dio a un entusiasta promotor del “lenguaje inclusivo” al explicarle que hay palabras españolas que no tienen sexo, como “imbécil”. 

No existe duda que dar la batalla cultural de defender el lenguaje es cada vez más difícil, pues hasta las leyes han sido modificadas para incorporar categorías tan curiosas como la de “afrodescendiente”, lo que constituye una afirmación antropológicamente absurda, dado que todos los homo sapiens tenemos nuestro origen en el continente africano. Ya va faltando poco para que algún chileno de ascendencia mestiza y de apellido tan poco común como González o Pérez, sostenga que es miembro de la comunidad fenicia o atlante, que experimenta un proceso de etnogénesis y que reclama sus derechos ante el estado colonialista chileno. Pretensiones parecidas las escuchamos casi todos los días y ya casi nadie se extraña.

Alguien podría sostener que usar los eufemismos que nos propone el lenguaje manipulado no daña a nadie y deja a muchos contentos. Pero es una respuesta autocomplaciente y falsa. 

Las palabras no son buenas o malas porque nos agraden o molesten. Son vehículos de expresión de la verdad natural. Si nos molesta lo que describen, entonces es en el plano de la realidad en el que debemos actuar. Es muy sencillo dejar de hablar de mendigo para reemplazar dicha palabra por ese difuso y descafeinado término: “persona en situación de calle”, pero si nos desagrada la primera, entonces hagamos todo lo posible para auxiliar a nuestro prójimo a salir de dicha situación, en vez de darle un nombre más antiséptico, que nos permita mirar cómodamente para otro lado.

Si nuestra sociedad tiene algún futuro, cosa que está por verse en los tiempos venideros, hemos de esforzarnos por devolver a nuestra lengua su significado unívoco, su certeza y seguridad y, por cierto, su elegancia, riqueza y complejidad. En vez de desopilantes “todxs”, groserías abreviadas en siglas y discursos eufemísticos, como adultos que somos, volvamos a emplear algunas de las nobles palabras que nos enseñaron Cervantes, Quevedo, López Galdós, Bello y nuestra admirada Gabriela. Es un regalo que podemos hacerle a los más jóvenes y, no hay para qué no decirlo, total y completamente gratis.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Camerata, el lunes 6 de septiembre de 2021.