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El tema es (siempre) la familia

Imagine que el mundo padece una peste mortal. Supongamos, además, que existe un tipo de personas (digamos, los de sangre tipo O+) que son capaces de sintetizar una sustancia que les da inmunidad y que se inventa un modo de que puedan donarla a otros. Esta donación tiene efectos muy benéficos para su salud a largo plazo, pero produce una debilidad general que les impide desarrollar una vida normal durante, digamos, los tres años siguientes.

Es bastante evidente que a estas personas no se les podría obligar a entregar el antídoto; también lo es, sin embargo, que, dada la relevancia social de su aporte, la sociedad completa buscará medios para subsanar en lo posible esa debilidad, fomentar la donación y proteger a los donantes. En otros términos, buscará modos para que les convenga hacerlo. Asimismo, sería extraño que otro grupo (digamos, los A-) reclamara esos mismos privilegios en virtud del principio de igual consideración y respeto.

En su sentido originario, el estatuto del matrimonio era semejante a este: la convivencia estable entre dos personas sexualmente diferenciadas es valiosa y debe ser protegida pues produce bienes sociales de primer orden, pero los pone en una situación de vulnerabilidad que es necesario subsanar. El fundamento de este estatuto particular no es ningún tipo de privilegio o prejuicio inveterado, sino el dato primordial de la generación y la familia.

Solo una vez que se ha vaciado por completo la institución matrimonial de este profundo sentido político originario ha llegado a ser posible plantearlo como un régimen meramente simbólico, vinculado a un reconocimiento público de unos afectos cuya relevancia social queda siempre indeterminada. Si el matrimonio es (solo) esto, se invierte la carga de la prueba y se hace necesario justificar la exclusión de algunos; la pregunta ya no será si dos personas son efectivamente capaces de entrar en este tipo régimen, sino qué razones son válidas para excluirlas (y por qué deben ser solo dos).

Hace ya mucho tiempo que se había disuelto el vínculo entre matrimonio y paternidad biológica; era inevitable que se objetara ahora su vínculo con la diferencia sexual. No se ha disuelto del todo, sin embargo, el vínculo entre matrimonio y filiación jurídica. Por eso, la ampliación del matrimonio a personas del mismo sexo implicará necesariamente inventar modos de filiación independientes de la generación natural; es decir, dispositivos de producción técnica de hijos. Este es un aspecto del problema.

La ficción propuesta es útil porque muestra otro aspecto, menos evidente pero igualmente importante, que llevamos demasiado tiempo ignorando: el proceso de cambio en el significado del matrimonio es paralelo a una creciente urgencia por algún tipo de reconocimiento y protección eficaz para el vínculo estable entre un varón y una mujer capaces de engendrar y educar a los niños que engendran. La técnica imita como puede a la naturaleza, nunca podrá sustituirla. Más allá de sus defectos y debilidades, ninguna institución artificial será capaz de hacer superfluo el vínculo conyugal y la familia natural. Las familias reales, tal como existen, deben ser protegidas y fortalecidas; pero también debemos hacer fácil y conveniente que puedan constituirse sobre las bases firmes y estables de la recíproca donación de varón y mujer, pues solo ellos forman familias por lo que son, y no por una sanción supletoria de la ley.

En la práctica, hoy no conviene formar una familia: la unidad familiar está desprotegida, los hijos son vistos como meras cargas y no se entiende muy bien para qué pueda servir casarse. Dadas las dificultades que debe enfrentar una familia en la actualidad, la inclinación natural a constituir este tipo de convivencia ya no es suficiente; el derecho debe hacerla posible y conveniente. Sería quizás demasiado pedir a estas alturas que a esta protección jurídica de una convivencia estable y fecunda se la llamara “matrimonio”.