¿Quién manda a quién?

Juan Pablo Zúñiga H. | Sección: Política

Hace algunas semanas, en un viaje de trabajo, tuve la oportunidad de estar en Orlando, Florida, cuando fue lanzada al espacio la misión Crew-2 del programa SpaceX. La estela de humo que dejara en el cielo aquella madrugada indicaba un impecable despegue con una trayectoria definida, previamente calculada, incluyendo todas las posibles variables. Una vez en el espacio, cabía a la tripulación realizar las correcciones de curso pertinentes para acoplarse a la Estación Espacial Internacional. “Trayectoria definida” y “corrección de curso”, dos principios perfectamente aplicables a individuos y, por qué no, a países enteros.

Meses atrás comentaba sobre la importancia crucial que tenía para Chile  corregir el curso de manera inmediata. Para nuestro sector, y para muchos conservadores independientes, la trayectoria está perfectamente clara, sin embargo, en el oficialismo, y también en la oposición, la brújula gira sin control. Cuando se carece de un buen instrumento de navegación, difícilmente se puede seguir una trayectoria. Peor aún, bajo estas circunstancias resulta imposible guiar una nave cuyo curso necesita ser corregido.

Una nave espacial, o un navío en el medio del océano, no sólo es un medio de transporte a un destino al cual sus tripulantes en pleno acuerdo desean llegar, es también el refugio y hogar de estos durante el periplo, de manera que de cada uno depende mantener la nave para proseguir viaje. Nuestra nave se llama Chile y, en medio de su travesía por la historia, parte de su tripulación decidió cambiar su hoja de ruta, sus cartas de navegación y de paso dañar seriamente su estructura, amenazando dejarla a la deriva. Los pilotos en el puente de mando hacen el amago de mantener el timón firme, sin saber que ya no tienen el control de la nave, salvo en cuestiones domésticas. Sin importar cuánto se aferre al timón el comandante, es la tripulación amotinada, la misma que destruyó las cartas de navegación, la que, oculta en los engranajes, realmente dirige a Chile, o al menos finge hacerlo.

¿Dirigen hacia dónde? Sabemos las consecuencias catastróficas de su conducción y del destino final, pero como en el propio grupo de los amotinados reina el caos y la ilusión de un destino fantasioso y con vastas pruebas de fracaso, se han dedicado simplemente a sabotear la travesía y destruir la nave si es necesario, sin darse cuenta, o tal vez sí, de que, si lo hacen, perecemos todos. En realidad, casi todos. Digo “casi” pues nuestros amotinados, al igual que los peludos e indeseables acompañantes de travesía de los viejos galeones, siempre salvan cuando la nave se hunde, no aferrados a un tablón esperando llegar a la isla más cercana, sino a un rico pituto en alguna misteriosa ONG internacional con asiento en una nación dirigida por el modelo que tanto pregonan abominar, para luego re-iniciar su tozuda tarea de conquista del tan codiciado poder. Por lo tanto, vemos que, en la práctica, los amotinados están consiguiendo lo que querían: dejarnos a la deriva, sin saber dónde estamos, hacia dónde vamos y con el pesar de no saber quién manda a quién.