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¿Vale la pena jugar?

De manera creciente y preocupante, tanto en nuestro país como en otras latitudes, han ido surgiendo un conjunto de prácticas absolutamente incompatibles con una auténtica democracia, pese a que por regla general, quienes actúan de este modo proclaman a los cuatro vientos ser sus máximos defensores.

En efecto, ya constituye un lugar común que diversos sectores consideren legítimos los resultados de una elección popular y los respeten, únicamente cuando permite a sus candidatos llegar al poder. En caso contrario, no sólo deslegitiman dichos resultados –señalando por ejemplo que hubo fraude–, sino además proceden a boicotear a sus triunfantes rivales tanto por vías pacíficas como violentas.

Sin embargo, la gran pregunta que corresponde hacerse ante esta lamentable situación, es si de verdad vale la pena seguir participando en el juego democrático ante contrincantes que actúan de ese modo. Ello, porque la democracia se basa no solo en la idea de aceptar sus resultados aunque no sean los queridos –siempre que no haya habido trampa, evidentemente–, sino de manera más profunda, en la existencia de varias visiones del mundo que buscan influir en nuestras sociedades, que compiten entre sí de manera honesta, pacífica y respetuosa para acceder y mantenerse en el poder, siendo el pueblo el que aprueba o no su desempeño, reeligiéndolos o haciendo triunfar a sus oponentes, respectivamente.

Mas, si como se ha dicho, una o ambas partes no respetan estas reglas del juego y solo demuestran su acuerdo con ellas en caso de que los favorezcan, lo que ocurre en el fondo, es que se han destruido las bases que le permiten a esta democracia existir. Y de manera indesmentible, la mayor prueba de este desapego es la legitimación de la vía violenta, que es precisamente lo que todo sistema democrático busca evitar, al punto que no puede ser un auténtico demócrata quien no renuncia a ella como técnica ofensiva para conseguir o mantenerse en el poder, o para quitárselo a sus contrincantes.

En este sentido, sería como jugar con un oponente que sólo aceptara los resultados de esa competencia si gana, que los desconociera siempre que triunfe la otra parte, o que se saltara las reglas y las alterara a su gusto con tal de conseguir sus objetivos. Ante semejante escenario, ¿vale la pena seguir jugando?

Evidentemente, no estamos propugnando ni a favor de una vía violenta. Pero creemos que es necesario advertir sobre lo antes dicho, pues hoy resulta muy común presentar al sistema democrático como infalible, incluso como incorruptible, siendo esto falso. Ello, pues la democracia se construye sobre ciertos presupuestos, como la proscripción de la violencia o –aunque no lo hayamos mencionado aquí– una auténtica libertad de expresión y de información. Y estos presupuestos no se dan por descontados, sino que requieren también un esfuerzo no solo para conseguirlos, sino también y tal vez más aún, para mantenerlos. Y es en estos presupuestos donde se nota una preocupante y creciente erosión a su respecto.

En caso contrario, la democracia termina siendo una auténtica farsa, una careta que pretende dar legitimidad y arropar con su prestigio a quienes no creen en ella, ni merecen sus frutos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.