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Fundamentos de la educación

La educación es obra de padres; exige esa forma de amor que es propia de los que engendran, aquella consistente en comunicar de la propia vida, pues el mismo amor con que se engendra es el mismo amor con que se educa; amor con que se intenta nada más que el bien del hijo. La educación del hombre es obra, primaria y principalmente, de Dios Padre, que nos crea para hacernos hijos. Secundaria e instrumentalmente es obra de padres humanos que, participando de la Paternidad divina, sirven a la educación de Sus hijos. Y solo subsidiariamente, respecto de la tarea de los padres, es obra también de profesores; obra de maestros que educan en cuanto, de algún modo, miran a sus alumnos como hijos. Sin amor paterno la educación es utilitarismo, uso inicuo de personas como simple medio para otra cosa; y la paternidad humana, en cualquiera de sus formas, no llega a plenitud sin contemplación de la Paternidad divina, sin la profunda experiencia de vivir en Cristo como Sus hijos.

La paternidad humana incluye una generación física, que es la procreación, y una generación espiritual, que es la educación de los hijos; la segunda es el complemento perfectivo de la primera, de modo que no hay plenitud de paternidad sin la obra educativa. A diferencia de lo que ocurre en los animales, en los que el obrar del sujeto engendrado en orden a su propia perfección está determinado por la naturaleza, el hijo del hombre debe conducirse libremente a su bien, y para eso necesita conocer la verdad de sí mismo: la verdad de su naturaleza, del origen primero y término final de su existencia, de la singularidad de su ser y vocación particular, la verdad del bien que le corresponde realizar, del sentido de cada una de sus dimensiones vitales, la verdad del orden de todas la cosas en relación al designio eterno de Dios para él; en otras palabras, necesita ser educado. 

Pero, ¿por quién debe ser educado?, ¿qué palabra será la que de modo más profundo oriente la formación de su propia palabra, cuál palabra será la que más eficazmente sirva a esa intelección de la verdad de sí mismo que será luz directiva de toda su vida? Ciertamente, la de sus padres, esa palabra que le dicen con amor aquellos que por amor le han traído a la existencia. Efectivamente, la educación es una cierta generación espiritual que se produce por la palabra que los padres dicen a sus hijos; por las palabras que en el tiempo los padres humanos dicen a sus hijos y por la Palabra que eternamente Dios Padre dice a Sus hijos. Y la palabra de los padres humanos a sus hijos no puede ser plenamente verdadera si está al margen de la Palabra que Dios Padre dice a Sus hijos; porque la paternidad humana no es más que participación en la Paternidad divina.

La Paternidad divina se encuentra, en el ser natural del hombre, como dividida, distribuida, en la paternidad del varón y en la maternidad de la mujer. Y la razón es la siguiente. Dios hizo al hombre a su imagen, “a imagen de Dios lo creó”. Hizo al hombre persona, como Él es Persona; pero, a diferencia del ángel, lo hizo persona corpórea, sexualmente diferenciada, de manera que el mismo ser personal humano se realiza de modo distinto en la persona humana varón y en la persona humana mujer. “Varón y mujer lo creó” para una imagen de Dios en él más alta que en el ángel, para que pueda participar de su Paternidad. Dios hizo a la persona humana varón y mujer, capaz de engendrar, naturalmente capaz de paternidad y filiación. “Varón y mujer lo creó” para que constituya familia como Él es Familia. 

La Paternidad divina, por tanto, está diversamente participada en el varón y en la mujer, según que los hizo realmente distintos como varón y mujer. Completamente iguales en el ser y en la dignidad personal y, sin embargo, completamente distintos en la sexualidad. Uno es el modo de ser persona humana varón y otro es el modo de ser persona humana mujer, por tanto, uno es el modo de la paternidad del varón y otro es el modo de la maternidad de la mujer; uno es el modo de procrear y educar el varón y otro el modo de procrear y educar la mujer. Modos distintos y complementarios de ser y de obrar. Se trata de la misma paternidad humana, la misma en la especie, pero distinta y complementaria en el modo del varón y de la mujer. 

Paternidad y maternidad humanas son modos distintos de ser participada la misma Paternidad divina. Todo lo que hay de perfección en el modo de la paternidad del varón, y que no se encuentra en la mujer, está como en su principio eficiente y ejemplar en la Paternidad de Dios; y todo lo que hay de perfección en el modo de la maternidad de la mujer, que no está en el varón, está igualmente como en su principio eficiente y ejemplar en la misma Paternidad divina. Lo que en el hombre está separado en Dios se encuentra en absoluta unidad. “Y por eso dejará el varón a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y se harán los dos una sola carne”. En la unidad conyugal se unifica la imagen de Dios en el hombre, en la unidad del amor esponsal se unifica la Paternidad de Dios en los padres, de modo que solo en ella se hace para sus hijos plenamente visible la Paternidad divina y, por eso mismo, solo en ella se puede plenamente engendrar y educar. 

Enseñó santo Tomás de Aquino que la educación es “conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre, en cuanto hombre, que es el estado de virtud”. El término del proceso educativo es, por tanto, algo objetivo; se trata de la perfección de los hijos en cuanto a su objetiva naturaleza humana, perfección consistente en “el estado de virtud”. Educar no es un simple acompañar o facilitar el desarrollo de los hijos en orden a cualquier cosa, sin finalidad precisa; la educación es más bien “conducción”, esto es, actividad consciente y libremente dirigida al bien propio del hombre, en cuanto hombre; conducción al pleno desarrollo de la humanidad de los hijos. Y sólo porque es esto es también “promoción”, es elevación en el ser de los hijos al nivel de lo que están llamado a ser. Esto es lo que puede llamarse la dimensión universal de la educación. 

Pero, en cuanto los hijos son personas, la educación del hombre tiene también una dimensión particular. En cada uno de los hijos hay una misma naturaleza en virtud de la cual están todos igualmente ordenados a unas mismas operaciones en las cuales deben realizar la perfección humana común. Y, sin embargo, al mismo tiempo, cada hijo es un individuo absolutamente original; no hay otra ni puede haber otra persona como él. Cada uno, por tanto, debe ser conducido según la absoluta singularidad de su ser personal; el hijo naturalmente espera ser tratado, en todas las dimensiones de su ser personal – vida espiritual, afectiva y corporal -, según el modo único e irrepetible de la persona que es.

Educar exige en los padres dos conocimientos y un gran amor. En su dimensión universal, la educación supone el conocimiento de la objetiva naturaleza y perfección humana, el conocimiento contemplativo del fin natural, único desde el cual se puede adecuadamente comprender el orden que conduce a él. Y en su dimensión particular la obra educativa exige el conocimiento del hijo en su singularidad personal. Pero no se conoce plenamente sino lo que se ama. El incomparable amor paterno, aquel amor desde el cual el hijo es engendrado, es el amor que hace conocer. El amor, no “a los hijos”, sino al hijo que es Juan, a la hija que es María, es el amor con que propiamente se puede educar. 

Se puede conocer “al hombre”, la naturaleza y el bien humano, aquello universal que es objeto de ciencia filosófica, sin conocer a ninguna persona, por falta de amor. Pero ese solo conocimiento no basta para educar. En cambio, en el conocimiento de una persona, que es el fruto propio del amor, está siempre incluido el conocimiento del hombre, el conocimiento de la naturaleza y del bien humano tal como se encuentra en la persona amada. Sólo en el incomparable amor paterno pueden realizarse plenamente la dimensión particular y la dimensión universal de la educación del hombre.

La educación de los hijos, como cualquier otra dimensión de la naturaleza humana, tiene su propia entidad natural. En virtud de su inteligencia y libertad el hombre es naturalmente capaz de educación; el conocimiento del bien humano por la luz de la razón, y el amor personal de los padres por sus hijos, funda la educación natural. Y, sin embargo, la Iglesia enseña, como dijo el Papa Pío XI en la encíclica Divini illius Magistri, que la educación “no puede ser completa y perfecta si no es cristiana”. No niega la realidad de la educación en su dimensión natural, afirma más bien que “no puede ser completa y perfecta si no es cristiana”. Veamos por qué.    

En primer lugar, porque Dios no creó al hombre para una vida solamente natural. Hizo al hombre persona para, por el don de su gracia, hacerlo Su hijo. Los primeros hombres, antes del pecado original, nunca existieron en estado de pura naturaleza. Adán y Eva recibieron, junto con el ser natural humano, un don sobreañadido a su naturaleza, el organismo sobrenatural, constituido por la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo; don por el que participaban de la vida misma de Dios, viviendo como hijos suyos, desde el principio de su existencia temporal. Como la gracia no anula la naturaleza, sino que la supone y eleva, realizaban plenamente su vida humana natural, pero de un modo y con una finalidad sobrenatural; no dejaron por ello de ser hombres, fueron hombres hijos de Dios; su naturaleza perfectamente ordenada en cuanto subordinada a lo superior. Y, porque la educación depende del fin, en cuanto creado para un fin sobrenatural la educación no podía “ser completa y perfecta” en un orden exclusivamente natural.

En segundo lugar, por el pecado original. La primera ruptura del hombre con Dios significó no sólo la pérdida de la filiación divina, el don y el fin sobrenatural, significó también el desorden de la misma naturaleza, porque desvinculado de lo superior necesariamente se desordena lo inferior. La naturaleza humana quedó debilitada en su misma capacidad de bien natural, perdida la originaria integridad de su naturaleza el hombre ya no puede solo, por sí mismo, realizar plenamente el bien humano natural. El hombre no puede, de ninguna manera, recuperar la filiación divina que trasciende infinitamente su naturaleza, porque es don; y, en cuanto herido en su naturaleza, caído de su estado de justicia original, tampoco puede, por sus solas fuerzas naturales, ser plenamente el hombre que debe ser. 

La educación del hombre no se ha realizado nunca en el estado de justicia original. Los hijos de Adán que educan y son educados lo hacen con su naturaleza herida, caída por el pecado original; pero redimida, reordenada, en Cristo nuestro Señor. La educación del hombre, según el designio originario de Dios, no puede por tanto realizarse plenamente al margen de la obra divina de la redención, obra de amor mucho mayor que la obra de la creación. En Cristo se nos ha dado nuevamente, pero de un modo incomparablemente superior, el don de la filiación divina, el fin último sobrenatural y, por eso mismo también, la plenitud del mismo bien humano natural. Sólo en Cristo puede el hombre ser plenamente hombre, solo en Él puede ser hombre hijo de Dios; y por esto la educación “no puede ser completa y perfecta si no es cristiana”.

El fin del proceso educativo es un cierto estado perfecto que santo Tomás de Aquino llama el “estado de virtud”. Las virtudes son hábitos operativos que perfeccionan las facultades racionales del hombre para que pueda obrar por sí mismo, con facilidad, prontitud y profunda alegría, el bien para el cual ha sido creado. Hay unas virtudes naturales: intelectuales, morales y productivas, que le capacitan para la plenitud de su vida natural; y hay unos hábitos operativos sobrenaturales: las virtudes teologales, las morales infusas y los dones del Espíritu Santo, en virtud de los cuales el mismo hombre puede vivir plenamente como hijo de Dios. Las primeras deben ser adquiridas por la consciente y libre repetición de sus respectivos actos; y los segundos son infundidos en el momento del Bautismo, junto con la gracia santificante que, haciendo al hombre partícipe de la misma naturaleza divina, le facultan para realizar la vida sobrenatural de hijo de Dios.

La vida propiamente humana, aquella que llamamos racional, se resuelve en contemplación de la verdad, vida moral y actividad productiva. Habrá, por tanto, unos hábitos naturales y otros sobrenaturales que perfeccionen, respectivamente, el obrar natural y el sobrenatural del cristiano. Para la plenitud de su vida natural, en cuanto a su perfección intelectiva, todo hombre necesita la virtud intelectual especulativa de la sabiduría natural y, algunos, según su particular vocación, la virtud intelectual especulativa de la ciencia. En relación a la vida práctico-moral, todo hombre requiere las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Y para la vida práctico-productiva, los que tienen esta vocación, las virtudes intelectuales prácticas que son el arte o la técnica. Y para el desenvolvimiento de su vida sobrenatural – aquella contemplativa del misterio de Dios y del hombre y la práctica, moral y productiva, en la que se concreta, como verdadero fruto de la contemplación, el amor a Dios y al prójimo – todo cristiano necesita crecer en las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y en las cardinales sobrenaturales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza infusas, hasta su pleno desarrollo en el ejercicio habitual de los dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios. 

Ciertamente, no se trata de un proceso separado: de adquisición de virtudes naturales por un lado y desarrollo del organismo sobrenatural (gracia santificante, virtudes infusas y dones del Espíritu Santo) por otro. No puede ser así, por dos razones. En primer lugar, porque es el mismo el sujeto que, poseyendo una naturaleza humana ordenada a una perfección humana, desde el Bautismo participa de la naturaleza divina orientada a una plenitud divina; es el mismo cristiano que, por sus propios actos, debe adquirir unos hábitos naturales y, al mismo tiempo, desarrollar otros sobrenaturales. Y, en segundo lugar, porque ni se pueden adquirir las virtudes naturales sin el desarrollo del don sobrenatural de la gracia, ni puede desplegarse plenamente la vida sobrenatural sin la naturaleza reordenada. Y es así, porque la gracia presupone la naturaleza (como sujeto capaz), la sana de su desorden y la eleva a la participación de la vida divina. El sujeto de la educación cristiana es el hombre, al mismo tiempo, herido por el pecado y redimido por Cristo. 

Por tanto, en la unidad de la educación cristiana, abriéndose libremente los hijos al Amor y al don sobrenatural divino, por la oración, la recepción de los sacramentos y el crecimiento en las virtudes teologales, según la palabra y el ejemplo de sus padres, al mismo tiempo y de modo progresivo, se reordenan en su naturaleza adquiriendo las virtudes naturales, informadas por las cardinales infusas, y crecen en su vida sobrenatural con su vida natural ordenada. Así se cumple, en la unidad del sujeto educado, el misterio de la redención y de la santificación del hombre, en aquel “estado de virtud” al que se ordena la educación cristiana, concebida por Pío XI como “formación del hombre tal cual debe ser y cómo debe comportarse en esta vida terrenal, a fin de conseguir el fin sublime para el cual fue creado”.