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Subsidiariedad no significa sólo subsidio

Es posible pensar que el cambio constitucional funcionará como una cierta especie de rito sacrificial, en el cual los chilenos pretenderán inmolar la Constitución actual para crear un nuevo valor. Con todo, no caben dudas de que uno de los principales elementos que se intentarán reemplazar será el desprestigiado “modelo económico”, que realizó la difícil tarea de reducir las desigualdades fácticas, permitiendo que grandes mayorías de chilenos accedieran a bienes y servicios que antes sólo pertenecían a una minoría.

Con miras a este ítem, ciertos grupos y sectores políticos han planteado que Chile debe transitar hacia un “Estado social y democrático de derecho”, que provea derechos sociales para todos, y reemplazar así la subsidiariedad. Básicamente, lo que aquello implica en los hechos es la eliminación de los requisitos que impone la Constitución para que el llamado “Estado empresario” pueda asumir un rol principal, sino exclusivo, en ciertas áreas de la economía.

El problema es que la subsidiariedad ha sido mal entendida en Chile, además de caricaturizada por el afán de asociarla a un sector político determinado. Cuando, en realidad, este principio no va en contradicción con asegurar servicios necesarios, dependiendo eso sí de cómo estos se suministren. Es por eso que, sirviéndose del título de esta columna, es necesario aclarar que subsidiariedad no significa sólo subsidio. El sentido de este principio va mucho más allá, y tiene que ver con reconocer y proteger la forma de cómo se estructuran naturalmente las sociedades humanas; es decir, a través de la cooperación natural y el surgimiento de cuerpos intermedios y asociaciones.

Siempre y dondequiera que se junten humanos, surgen de inmediato intereses públicos y se conforma una esfera en que los ciudadanos salen de su privacidad para tratar temas de interés común. Es en este momento y espacio donde las comunidades resuelven sus propios problemas a través de la deliberación, la acción y el discurso. Por consiguiente, querer instalar al Estado como un ente benefactor suprasocial sería destruir aquella parte de esta esfera que tiene que ver con la acción. Se ha demostrado muchas veces que cuando surgen estos intereses públicos dentro de un determinado contexto, los ciudadanos mismos han podido resolverlos a través de la cooperación. Sumado a esto, tales asociaciones, aparte de resolver los problemas comunitarios con mayor eficiencia que el aparataje estatal, cumplen con otra función imprescindible en cualquier comunidad política: brindar un sentido de pertenencia a sus miembros.

Ya nos advertía Alexis de Tocqueville que una sociedad donde los individuos estuviesen centrados en sí mismos y alejados de los asuntos comunes sería terreno fértil para que “sobre estos se eleve un poder inmenso y tutelar que se encargue sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte”. El pensador francés pudo darse cuenta de que el despotismo en las sociedades democráticas no actuaría a través del uso de la fuerza como en tiempos antiguos, sino que buscaría infantilizar al hombre, hasta convertirlo en una bestia sólo preocupada de vivir y gozar, disolviendo a la comunidad y luego la libertad.

En razón de lo dicho, es más importante que nunca defender como principio rector a una subsidiariedad bien entendida; donde el Estado asegure un espacio de privacidad que permita a los cuerpos intermedios actuar, además de ejercer un rol activo en la promoción y fortalecimiento de éstos. Al final, el único lugar donde el hombre puede encontrar la libertad es dentro de la sociedad civil, en instituciones como la familia (en todas sus formas) y en las diferentes asociaciones que sea capaz de construir.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el jueves 07 de enero del 2021.