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El asesinato de los enfermos terminales

Se está discutiendo en Chile este tema, y uno ve argumentaciones sensatas y otras menos sensatas. Pero no he visto un tratamiento sinóptico del tema. Quiero, por eso, ahora, considerar muy brevemente las que me parece que son las aristas más importantes de este problema.

En primer lugar, el hombre no es señor de vida y muerte y, por esta razón, no es lícito matar directamente a un inocente. No es lícito para un médico, no es lícito para un político, no es lícito para un militar. Sí es lícito a la ciudad y a la autoridad legítima, en cambio, condenar a muerte a un reo juzgado con las debidas garantías, pero precisamente porque aquéllas actúan por autoridad divina.

Todo esto lo conocieron bien los clásicos sin necesidad de la Fe. Platón nos cuenta en el Fedón que Sócrates define la filosofía como una “preparación para la muerte”. Cuando sus amigos le preguntan “por qué, entonces, no nos suicidamos”, responde: “porque todos somos siervos de los dioses y, en consecuencia, no  podemos abandonar nuestro lugar en el cosmos”. Ésta es la razón por la que es irracional el suicidio (como enseña también Aristóteles en Ética a Nicómaco V 11), porque el hombre no es señor de vida y muerte. En esa misma obra de Platón, y en el Critón, aparece que, en cambio, las leyes de la ciudad, en la medida en que están en armonía con las leyes del Hades (es decir, con la verdad moral), pueden establecer la pena de muerte para el criminal. En esto coincide con la Sagrada Escritura, que dice: “no matarás al inocente y justo” (Éxodo 23, 7).

Hipócrates reconoció estas mismas verdades. Por eso en su juramento se establece que ningún médico puede jamás intentar la muerte de sus pacientes, ni el aborto. No es necesaria la Fe para entender esto. Lo que sí es necesario es no ser ateo.

Ciertamente, un ateo puede comprender que el hombre no es señor de vida y muerte, pero no puede dar la última explicación. Pero es que el ateísmo es irracional en último término. No es posible un ateo que sea un gran pensador y que no sepa que Dios existe. Tanto Marx como Nietzsche, por ejemplo, sabían uno que la segunda y la tercera vías tomistas prueban que Dios existe (Tercer Manuscrito Filosófico-Económico), y el otro que la cuarta vía lo prueba (El Crepúsculo de los Ídolos). Pero ambos prohíben la investigación de las preguntas últimas, porque saben que esa investigación conduciría irremisiblemente a comprender que sus sistemas ideológicos son insostenibles (cfr. Eric Voegelin, Ciencia, Política y Gnosticismo).

La exclusión de Dios de la vida pública ha llevado paulatinamente a la entronización del doctor Frankenstein. Porque el hombre no puede vivir sin un Absoluto. Pero, cuando no reconoce al verdadero, se pone a sí mismo. No pone a todo hombre, sin embargo, sino que los hombres poderosos y ateos, se auto-proclaman desligados de autoridad superior alguna, e intentan ocupar el lugar de Dios y juzgar sobre la vida y la muerte de los otros hombres, no según verdadera ley, sino según su capricho o conveniencia.

En segundo lugar, la autoridad no tiene poder para autorizar que un enfermo se suicide, ni para permitir que un médico u otro trabajador de la salud mate a un paciente. Por eso, la ley que pretenda dar esa autorización quizá nos forzará a no imponer penas a los culpables, pero jamás tornará lícita esa acción. Incluso, si por las razones que daré enseguida, un régimen totalitario impusiera estas reglas y después cayera, no se excluye que pudieran ser juzgados por crímenes de lesa humanidad quienes hubieran participado en estos procedimientos de “eutanasia”, como ocurrió en Alemania después de la II Guerra Mundial.

Porque, en tercer lugar, el enfermo terminal es un débil jurídico. El mito de que todos somos libres e iguales y que, por tanto, nunca se comete injusticia contra el que consiente, se estrelló en el siglo XIX con el nacimiento del Derecho laboral moderno. El trabajador, por ejemplo, es un débil jurídico, y él no puede renunciar a ciertos derechos mínimos. Nuestra sociedad todavía no está tan loca como para negar esto. Pero resulta que, si se aprobara este proyecto de “ley” que reposa en el Senado, tendríamos la inconsistencia de que un débil jurídico no podría renunciar a sus vacaciones, pero otro sí podría renunciar a su vida.

Se invoca la “misericordia” en favor de estos enfermos terminales. Pero debe usarse aquí un razonamiento análogo al que recientemente aplicaba Carlos Peña a quienes cometieron actos violentos después del 18 de octubre contra la negación demagógica de Felipe Berríos de que dichos actos constituyeran delito (porque la estructura social habría determinado esos actos). Aducir como Berríos que no son responsables es negarles su dignidad, decía Peña, con toda razón. De la misma manera, afirmar que un ser humano que sufre no puede aceptar su lugar en el cosmos es negar su dignidad.

Pero, en verdad, la invocación de la “misericordia” es una máscara que no logra ocultar la vergüenza de lo que verdaderamente se halla en juego aquí. No será el débil el que quiera morir. De ordinario, el ser humano no quiere morir. Serán los fuertes los que querrán que él muera. –Y estos fuertes serán de dos tipos. (a) Del primero ha hecho un análisis insuperable el filósofo Richard Stith: “su decisión es su problema” era el título de una de las piezas que escribió sobre el tema. La mujer que ha quedado embarazada de un pololo irresponsable y que querría tener su bebé, será presionada por su pololo, que le dirá: “tienes la opción de abortar, si no lo haces, yo me desentiendo. Es tu decisión y, por consiguiente, tu problema”. No escribo ciencia ficción. Conozco casos de otros países en los que los sucesivos maridos de una mujer la forzaron a abortar varias veces con la amenaza de dejarla, si no lo hacía. O la viejita que, para seguir viviendo, debe recibir un tratamiento caro, escuchará que sus familiares le reprochan que se va a gastar el trabajo de toda una vida en ese tratamiento: “¡no puedes ser tan egoísta!”, le dirán.

El otro tipo de fuerte (b) es el médico, el político, el administrador del hospital, que no quiere gastar dinero en los pobres que no pueden pagar, y se quiere deshacer de ellos.

En cuarto lugar, la única defensa frente al poder es la verdad moral, contrariamente a los disparates que decía Foucault. Los que quieren instalar una tiranía totalitaria desean que sus futuras víctimas acepten que no hay un principio absoluto que prohíba matar al inocente. “Pero es que aquí el inocente está consintiendo”, se me replicará. Sí, pero la voluntad de los gobernados no es un obstáculo para quienes tienen el poder. Si entrara Chile en una guerra justa, por ejemplo, los políticos tendrían derecho a decretar una recluta forzosa, si no acuden suficientes voluntarios. El único obstáculo efectivo que se puede oponer al poder es la verdad moral. Si con el dulzón y falso argumento de la misericordia los gobernados llegan a ser persuadidos de que se puede matar al inocente con su consentimiento, entonces en un futuro muy cercano los poderosos lo matarán también sin su consentimiento. Esto tampoco es ciencia ficción. Esto está ocurriendo en el mundo.

En quinto lugar, este proyecto de “ley”, si se aprobara, vendría a juntarse al de la píldora del día después, al del aborto, a la permisión de la fertilización in vitro, a la equiparación de la muerte cerebral a muerte, para ir transformando la profesión médica en algo enteramente distinto de la medicina hipocrática que se practicó hasta hace poco en todo Occidente. Cada vez más la profesión médica se pone al servicio de fines utilitaristas, o sencillamente al servicio del poder, y va encontrando excusas para producir la muerte de sus pacientes, en lugar de buscar su salud o al menos abstenerse de intervenir, cuando ya nada puede hacerse. Cada vez se ensanchan más las violaciones del juramento hipocrático: “Haré uso del régimen dietético para ayuda del enfermo, según mi capacidad y recto entender: del daño y la injusticia lo preservaré. […] No daré a nadie, aunque me lo pida, ningún fármaco letal, ni haré semejante sugerencia. Igualmente tampoco proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo. En pureza y santidad mantendré mi vida y mi arte”.

En lugar del médico piadoso se va perfilando el médico frankensteiniano, que quiere tomar el lugar de Dios. Y esto es muy peligroso. Hemos visto algunos ejemplos mefistofélicos de este movimiento: los doctores Josef Mengele y Alfred Kinsey, por ejemplo. El segundo no se refrenó de someter a niños pequeñitos a abusos sexuales de gran crueldad, para terminar su famoso volumen sobre la sexualidad masculina. Del primero no hace falta ni hablar. A eso se llega cuando se pierde la conciencia de la dignidad y sacralidad de la vida humana. Pero permitir el asesinato de los enfermos terminales es precisamente negar radicalmente esas cualidades.

Lo que está en juego, señores, es la naturaleza de la profesión médica y el poder que tienen los fuertes sobre los débiles. No se dejen engañar por la retórica edulcorada que usan quienes quieren imponer la tiranía y el poder absoluto de los fuertes y los ricos.

No quiero acabar sin decir unas palabras finales sobre los llamados “cuidados paliativos”. Con esta expresión se entendió originalmente algo bueno: la conciencia de que debe evitarse el ensañamiento terapéutico y que debe darse lugar a una auténtica preparación psicológica y espiritual para la muerte. Pero esta idea original se está corrompiendo. Ahora a menudo se entiende por “cuidados paliativos” simplemente sedar al paciente para que no sienta dolor físico, lo cual puede ser un atentado contra su dignidad humana. Una de las cosas más hermosas que puede hacer un ser humano es enfrentar con entereza su muerte. No se le debe negar.

Pero, aun peor que esto, hay un movimiento que cuenta con abundantes recursos que está maquillando el asesinato de los enfermos terminales bajo el término “cuidados paliativos”. Con el avance del double speak, cada vez más ocurre en muchos países que a los enfermos cuya vida ya no se considera “valiosa” se les niega aun el tratamiento más simple o hasta la nutrición y el agua. Cada vez más ocurre en muchos países que a esos enfermos se les suministra una alta dosis de barbitúricos que produce la muerte. Esto es un asesinato, y una violación del principio: no somos señores de vida y muerte, no podemos matar directamente a un inocente.

Es escalofriante que, aunque los nazis perdieron la guerra, su ideología eugenésica y biologicista se va imponiendo, porque sus antiguos aliados al fin están conquistando el poder global. (No olvidemos cómo empezó la II Guerra Mundial.) Fueron los nazis quienes hablaron de las “vidas indignas”. Y fue Sophie Scholl la que les reprochó su bajeza y su crimen, aun cuando entendía que hacerlo le costaría la muerte por la guillotina. Ésa sí que fue una muerte digna. La muerte de quien acepta su lugar en el cosmos y va dichoso a encontrarse con el Justo Juez, que juzga según la verdad, y no según la apariencia (cfr. Critón 54b-d; y Fedón 113d-114c; Hebreos 11,6).

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog  El Abejorro, el martes 22 de diciembre de 2020.