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Distopía

Pasada mi juventud, hace ya algunas décadas, dejé de estar esperando detrás de cada esquina la segunda venida de Nuestro Señor. Lecturas posteriores me llevaron a confirmar que buena parte, si no todos, de los comentarios al libro del Apocalipsis de la época patrística y medieval no eran apocalípticos, es decir, no leían en ese libro las profecías sobre el fin de los tiempos sino que le daban una interpretación espiritual, por ejemplo, el de San Victorino de Poetovio, el de San Beda o el de Cesáreo de Arlés. Todo esto no quita, sin embargo, que el Señor volverá en gloria y majestad, no sabemos cuándo, pero seguramente estamos más cerca de ese momento de lo que estaban nuestros abuelos.

Todo este preámbulo no es más que para decir que aunque por inercia me resisto a interpretaciones apocalípticas de los sucesos actuales, no sería sensato clausurar esa posibilidad. Y tampoco sería católico. 

La presidencia de Biden se revela como uno de los intentos más poderosos en la historia de la humanidad para destruir el orden natural y el orden divino, no tanto porque sus medidas sean novedosas, sino por quiénes son los que las promueven: los gobernantes de la potencia más grande del mundo.  

Muchos de los gestos de Biden han sido por demás significativos. El nombramiento como Sub-secretaria de Salud de “Rachel” Levine, un patético personaje “transgénero”, de quien el mismísimo demonio se asustaría en caso de encontrarlo en una noche sin luna, da a entender qué rumbo tendrá la salud americana y todos su derivados. Este señor en cuestión, hace pocas semanas y ocupando un alto cargo en el gobierno de Pennsylvania, emitió una serie de consejos sobre cómo organizar y participar en orgías sexuales con seguridad y mínimos riesgos de contraer Covid.

Las medidas prioritarias tomadas por el nuevo presidente en el primer día de su mandato fueron sobre el cambio climático, anti-Covid, igualdad racial y LBGT. Y muy significativa es también la simbología que lo rodea en una rápidamente redecorada oficina oval.

Lo más extraño es que Joe Biden se define abiertamente como católico, concurre a misa todos los domingos y horas antes de la inauguración de su mandato, asistió a una misa en la catedral de Washington junto a los líderes más encumbrados de su futuro gobierno, comenzando por la vicepresidente Kamala Harris. Un hecho de esta naturaleza no ocurre ni siquiera en los países católicos, si es que existe aún alguno. ¿Alguien imagina a Alberto Fernández, a Pedro Sánchez o a Emmanuel Macron yendo a misa antes de iniciar su mandato?

Por otro lado, su gabinete está formado por mayoría de católicos, el Papa Francisco se deshace en zalamerías hacia él, y el mismo Biden ha colocado en un lugar destacado de su despacho la foto del Romano Pontífice. El New York Times asegura que es el presidente más religioso de los últimos cincuenta años. Y a la vez nos enteramos que el Vaticano retuvo una carta de los obispos americanos en la que le pedían al nuevo presidente que permaneciera silencioso frente al crimen del aborto y el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II, presidido por el inefable Paglia, dice: “Defender el derecho al aborto no significa defender el aborto”. Literalmente.

No deja de ser todo muy extraño. ¿No estaremos frente a la tan temida alianza entre la Iglesia y el Imperio, no ya sacro y romano, sino satánico como el inaugurado por Biden?

Y más allá de los gobiernos visibles, están los verdaderos dueños del poder. No se trata de pura conspiranoia pensarlo de ese modo. Resulta evidente para todos, el enorme poder que deben a su “filantropía” personajes como Georges Soros o Bill Gates. Más aún, los gobernantes actuales de los países occidentales hablan ya abiertamente acerca de la importancia de la “gobernanza global”, aunque nunca se sabe con certeza quiénes son los que componen su máximo  buró. 

Las series documentales estrenadas en los últimos meses por Netflix sobre Jeffrey Epstein y Dominique Strauss-Kahn, dieron a conocer la esclavitud de los vicios de la carne en la que viven algunos de los líderes mundiales. ¿Serán sólo Strauss-Kahn, Bill Clinton y el príncipe Andrés, o habrán muchos más? ¿Hasta dónde la tal gobernanza nada no sólo en el poder y el dinero sino también en el barro de las pasiones carnales más degradadas? Abyssus abyssum vocat

Las novelas distópicas solían presentar al mundo de los último tiempos como un lugar gris, sin luz y donde el sol nunca brilla. Siempre pensamos que no era más que una buena y apropiada fantasía. Sin embargo, el viernes de la semana pasada se conoció que Bill Gates financia un proyecto para “oscurecer el sol” y acabar, de ese modo, con el famoso calentamiento global. Se trata de vaciar en la atmósfera toneladas de carbonato de calcio. Las pruebas comenzarán en los próximos meses.  [¿Qué pensará el Papa Francisco de la iniciativa? Quizás sea la respuesta del piadoso Gates a Laudato sì].

Todos estos hechos —no ya fantasías apocalípticas— se dan en medio de una pandemia, que nos tiene hartos a todos, y que no sabemos cuándo terminará.

En fin, se trata no más un brevísimo listado de señales y de previsiones distópicas para nuestro futuro próximo. En manos de los augures y de los santos está interpretarlos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog  Wanderer, el lunes 25 de enero de 2021.