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No dejemos ganar al odio

Hoy, viendo las imágenes de la torre de la iglesia de la Asunción cayéndose a pedazos entre las llamas no pude sentir otra cosa que odio, odio por la gente que provocó el incendio, por aquellos que la justificaban, los que la avalan, por las autoridades inactivas que no hacen nada al respecto y por tantos cientos de otros que simplemente miraban esta escena del terror y la aplaudían, recibiéndola con entusiasmo desde la calle. Fue una sensación extraña, no sólo pena por la iglesia, en sí un patrimonio nacional, sino por lo que representaba antes de ser consumida por el fuego. ¿Es así como queremos construir un Chile mejor para las futuras generaciones? ¿Con este tipo de gente me sentaré a dialogar y a redactar una futura constitución? 

Lo que ocurrió hoy (y viene ocurriendo hace un tiempo) es una gran pérdida para todos, no sólo para nosotros los católicos que vemos cómo se destruyen los templos que fueron construidos por y para el amor, amor a Dios, para su alabanza y gloria, sino una gran pérdida para todos los chilenos, porque con este incendio no se destruye simplemente otro objeto de valor patrimonial incalculable que difícilmente se podrá reconstruir, sino que poco a poco, vamos perdiendo lo que nos caracteriza como sociedad, esa capacidad de ponernos de acuerdo, de respetarnos y querernos aun cuando pensemos y creamos algo diametralmente distinto. 

Paulatinamente el carácter humano del que está en frente se ha ido perdiendo, nos encasillamos en trincheras, que si somos del apruebo o del rechazo, que si estamos a favor de tal o cual proyecto de ley, que unos son fachos y los otros quieren una segunda Venezuela. Puros descalificativos que hacen que nos enfrasquemos más en nuestras propias posturas, creando una película en nuestros ojos que nos dificulta el mirar al otro como a un hermano, un hermano en Cristo que así como nosotros tiene su historia, su pasado y su razón de hacer las cosas. No hay que ser un experto ni un doctor en historia de Chile para saber lo oscuro que han sido los desenlaces cuando la gente se polariza y esa fraternidad humana desaparece. 

Escribiendo estas frases no puedo no recordar nuestra propia historia, porque a fin de cuentas, la Iglesia no son sólo los templos, o los religiosos, o el Vaticano, la Iglesia somos todos nosotros, todos y cada uno de los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Nuestra Iglesia, que hoy tiene más de 2000 años no ha sido indiferente a los ataques del mundo, cuántas iglesias han caído en manos de regímenes totalitarios, cuántas religiosas y sacerdotes perseguidos, cuántos santos mártires que han muerto con una sonrisa en el rostro, sabiendo que todo lo que sufrían era nada comparado con la Gloria de la vida eterna que les esperaba en el encuentro con el Eterno Padre. No debería entonces sorprendernos este tipo de actos, porque como bien nos advirtió el mismo Jesús, “serán odiados por todos a causa de mi nombre. Pero el que se mantenga firme hasta el fin se salvará” (Mt. 13:13). 

Es así como el odio va mutando, pasando a una suerte de impotencia, ver cómo todo lo que queremos se cae a pedazos, cómo cada día es más difícil decir confiadamente que somos católicos, que cada día nos sentimos más acorralados en un mundo que nos rechaza y que desearía que no existiéramos. ¿Qué hacer? ¿Sucumbir a la violencia y mirar con brazos cruzados como lo destruyen todo? ¿Contestar con un golpe más fuerte? ¿Organizarse para evitar que sigan ocurriendo hechos así? Creo que lo primero es detenernos y pensar ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Seguramente la respuesta no será combatir, porque el fuego nunca se apagará con más fuego. 

Es así como, confiados en la promesa del Todopoderoso, hay que hacer lo que mejor sabemos hacer y es pedirle al Padre que está en lo alto, que todo lo sabe, aquello que san Francisco de Asís tanto pedía, que donde haya odio, ponga yo amor. Hay que procurar que por más ataques que suframos, por más iglesias y ataques vandálicos que veamos en las redes sociales, nunca olvidemos que aunque cueste mucho, el que está al otro lado de la barricada es nuestro hermano, probablemente perdido, que necesita a Dios. ¿Cómo detener esta polarización? Rezando. ¿Cómo ablandar los corazones de aquellos que nos persiguen? Rezando. Porque como bien decía San Pío X, “Si quieren que la paz reine en sus familias y en su patria, recen todos los días el Rosario con todos los suyos”. La más poderosa arma que tenemos, más que cualquier arma, es el santo rosario, el arma de todo cristiano. 

Es por eso que los invito, en estos tiempos difíciles que se nos vienen adelante, a que intentemos, por más que nos cueste, a no dejar al odio ganar. Aprendamos de nuestra historia, miremos para adelante y tendámosle la mano a nuestro hermano, pidiéndole al Señor que lo perdone, porque no sabe lo que hace y que nos dé a nosotros la fuerza y el coraje para poner la otra mejilla. Porque con la polarización perdemos todos.