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Matrimonio imposible

El viernes pasado, la Comisión de Constitución del Senado volvió a discutir en particular el proyecto de ley del mal llamado “matrimonio” entre personas del mismo sexo. Mostrando su voluntad de conocer distintas miradas para enriquecer el debate racional y la discusión pública, recibió solo a la Fundación Iguales y al Movilh. El gobierno, por su parte, anunció que “es una materia en la que aún no toma posición” (eufemismo propio del tecnócrata que observará la bolsa de “valores” para vender sus convicciones cuando suba el precio de mantenerlas).

Siendo ésta una discusión que interesa y promueven pequeñas élites, adolece de la debilidad propia del ensimismamiento burgués, ese que reemplaza las razones por meras consignas o eslóganes (como el caballito de batalla “amor es amor”, razonamiento circular que pretende probarlo todo sin decir absolutamente nada); ese que golpea la mesa profiriendo anatemas con ciertos tintes totalitarios condenando como fóbico hereje al que ose disentir o discrepar de la ortodoxia progresista y su avance inexorable.

Convendría dejar de lado esta pseudo religión y sentarnos a discutir seriamente. Esta no debiese ser una discusión sobre con quién es o no legítimo casarse. Es sobre lo que las cosas son y el porqué de ciertas instituciones; en particular, qué es el matrimonio y para qué existe. Sin abordar esta cuestión sustantiva, la afirmación sobre una supuesta “deuda” con las parejas del mismo sexo no es más que una petición de principio, un salto de fe.

Escaseando el sentido común habrá que cometer una herejía para afirmar lo que es evidente: el matrimonio es la institución naturalmente ordenada a la procreación, en la que un hombre y una mujer, por su natural e integral complementariedad, se donan de modo recíproco e indisoluble. Esta realidad –anterior al Estado, a cualquier ley positiva y a toda “solución amistosa” (eufemismo equivalente a transacción insalvablemente nula)–, es el fundamento natural de la familia y, por ello, merece reconocimiento y protección preferente en orden al bien común. Y siendo la complementariedad sexual condición que habilita la consecución del fin propio de la misma institución, luego las uniones entre personas del mismo sexo –que no son infértiles sino de suyo impotentes para la procreación– jamás serán matrimonio, ni aún si la ilusión positivista así las llamare pues incluso en el Derecho las cosas son lo que son y no lo que se dice que son.

Obviamente la cuestión no se reduce a pura semántica. Es ideológica. El lenguaje no es inocuo y el pontificado del arcoiris –de la mano de Nietzsche– disputa la hegemonía en este terreno: “para desembarazarse (vaya hermandad con la impotencia procreativa…) de la realidad –y de Dios– hay que renunciar a la gramática”. Sabe perfectamente que el lenguaje es signo significativo de la realidad y que introducir equivocidad en los conceptos-signos fundamentales es requisito para moldear la realidad y la cultura al antojo de la voluntad. Si todo cabe dentro de “libertad”, “amor”, “familia” es porque entre la palabra y la realidad se ha instalado un abismo infranqueable que no soporta ni la más laxa de las analogías (curiosamente no ocurre así con “discriminar” que unívocamente significa pensar distinto a lo que decrete el Index progresista). Significar cualquier cosa es ser cualquier cosa. O sea, nada. Este imposible metafísico es funcional al voluntarismo maquiavélico. Como diría Pieper, así opera la adulación del sofista que no pretende comunicar sino manipular. Si el matrimonio equivale al “no matrimonio” entonces el matrimonio y su importancia se reducen a nada. Y desde allí sigue el derrotero: los hijos, fruto natural del don matrimonial, son cosificados inevitable y “progresistamente” (perdón, progresivamente): no son procreados sino producidos, despojados del derecho natural a tener un padre y una madre, reducidos a objetos del “derecho a fundar una familia”.

Es por esto que la discusión que avanza en el Senado es hipócrita: se invertirán horas, papel y tinta para llamar matrimonio a lo que no es ni nunca lo será, digan lo que digan; se invocará el mantra de la discriminación para eludir la cuestión central del debate; se apelará a la importancia social y jurídica del matrimonio para “igualarlo” reduciéndolo a nada; se usarán los niños como moneda de cambio para legitimar una agenda de adultos; y todo –no podía ser de otro modo– será “por amor” (porque el amor es el amor, obviamente).

El panorama –hay que reconocerlo– no se ve fácil. En esta revuelta vociferante e irracional serán acallados y excluidos quienes intenten defender las evidencias de sentido común. La profecía se escribió en 1905: “La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado. Todo se convertirá en credo. Es una postura razonable negar los adoquines de la calle; será dogma religioso afirmar su existencia. Es una tesis racional que todos pertenecemos a un sueño; será sensatez mística asegurar que estamos todos despiertos. Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano. Permaneceremos en la defensa, no sólo de las increíbles virtudes y de la sensatez de la vida humana, sino de algo más increíble aún, de este inmenso e imposible universo que nos mira a la cara. Lucharemos por sus prodigios visibles como si fueran invisibles. Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído” (G. K. Chesterton, Herejes). Poco importa. Contra corriente –duc in altum– defenderemos el imposible matrimonio apostatando de esta “religión de la esfera”, abrazando la sensatez de la vida humana que nos mira a la cara.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera, el jueves 22 de octubre del 2020.