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Quizás si esta vez nos confundimos de virus

Dios iba de salida en este mundo. En verdad, había sido expulsado; la humanidad creía no necesitarlo… se decía que ya no era “útil”, que no tenía cabida entre nosotros. Es que el hombre desde hace ya demasiado tiempo vive aplaudiéndose a sí mismo por los grandes progresos alcanzados, los revolucionarios descubrimientos, las áreas de la ciencia y de la tecnología elevadas a su máxima potencia, el mejor nivel de vida de la población, la reducción de la pobreza, la masificación de los bienes de consumo, etc. Pero no se le oye deplorar, por el contrario, elogia el triunfo del materialismo egoísta, ese que nos mantiene enyugados a la vida fácil y alejada de Dios, que ha arrasado con tradiciones enriquecedoras y sanas costumbres, que ha borrado la identidad de nuestro país, el mismo que nos encegueció hasta perder de vista nuestra debilidad, nuestra dependencia. 

Hasta que, sin aviso previo, llegó un organismo microscópico y nos ordenó caer de hinojos a la espera que él decidiera qué hacer con nuestra existencia, y aun nos tiene postrados. Nos ocurrió como a Ícaro, a quien Dédalo, su padre, le aconsejó que no se acercara al sol porque derretiría la cera de sus alas pero éste, sin hacerle caso, voló más y más alto hasta que sobrevino lo que Dédalo le había advertido, precipitándose al mar. Así pasó con nosotros en este proceso de auto aclamación y endiosamiento, quisimos arrebatarle su poder al reluciente dios sol y ser nosotros la luz del mundo, brillar como él, ser autosuficientes, y obnubilados en nuestro vuelo no reparamos en el peligro; en nuestro veloz ascenso ni siquiera esa inteligencia artificial, la que últimamente nos ha tenido delirando, nos advirtió del bicho aquel. Y hoy, aún embriagados de nuestro poder y capacidades, nos va tirando uno tras otro al mar. Igual que en el mito de Ícaro.

El vertiginoso desarrollo habido en el mundo nos deslumbró, pero también nos privó de la humildad. Ya habíamos acumulado suficientes motivos como para aclamarnos a nosotros mismos, rebosantes de orgullo. A pesar que Jean-Jacques Rousseau decía que el hombre no ha mejorado con la civilización, sino que en el estado de naturaleza pre-social era más feliz que el hombre civilizado de la sociedad. Sorprendente reflexión aunque sirve, al menos, para preguntarse si la civilización va siempre unida a la infelicidad. Sin considerar la descabellada ideología de las corrientes ecologistas que nos sofocan, ¿tendríamos, acaso, que volver a las cavernas para ser felices o será que hacemos mal uso de los frutos que nos ofrece el desarrollo?

Esta pandemia que hoy sufre el mundo, nos ha dado el tiempo que antes nos negábamos para reflexionar y reconocer que hemos creado algunos virus verdaderamente más tóxicos que el Covid 19 que hoy nos tiene de rodillas. Éste, en los ocho meses de feroz ataque, ha causado la muerte de 701.112 personas en el mundo. Horrible; más que la población de Bahamas y Barbados juntas. Pero al mismo tiempo, y según cifras que revela el estudio conjunto de la OMS, entidad satelital de la ONU, y el Instituto Guttmacher, publicado en la revista médica británica The Lancet, se estima que cada año se matan 55,7 millones de niños por nacer, por lo que durante los mismos 8 meses que lleva el Covid 19 instalado entre nosotros, se ha dado muerte a 37 millones de seres humanos, es decir, la población de Canadá completa en menos de un año. Y considérese que esas cifras abarcan solo el período entre el año 2010 y el 2014. 

Tratándose de la muerte de seres humanos, son duras las comparaciones pero vale la pena tener clara la dimensión del verdadero y más letal de todos los virus que, ese sí, está devastando la humanidad. Las frías cifras, aun teniendo en cuenta su imprecisión, hablan por sí solas. Y la masacre va en aumento porque esa Organización y varias otras de su tipo, siguen las políticas de su astro rey, la ONU, en torno al cual giran, dependen, y promocionan el aborto en el mundo. Y lo hacen argumentando hipócritamente la protección y salud de la madre. En efecto, las estadísticas que ha publicado la OMS señalan que solo el 25% de esas muertes provocadas corresponden a abortos inducidos (los cataloga como “no riesgosos”), y el 75% restante son abortos “inseguros” en los que corre peligro la vida de la madre que ha decidido liquidar la criatura que lleva en su vientre. Excusarse con esos ardides equivale a decir, sigan matando pero, por favor, háganlo en hospitales para no arriesgar a las madres… que sus hijos ya están condenados.

Esa es la peor pandemia desatada en el mundo y no ese Covid 19, inofensivo a su lado. Lo escalofriante es que el genocidio de niños nonatos lo provocamos nosotros; son los padres quienes deciden dar muerte a sus hijos inocentes y se los facilita su inefable cómplice, la ley. La destrucción de la familia diezmada por decisión de los progenitores es lo que causa el desmoronamiento de la humanidad, su progresivo envenenamiento es entonces obra nuestra, no viene de fuera, ni de China ni de ningún país, ni es transmitido por murciélagos u otro animal.

En su encíclica Evangelium Vitae, San Juan Pablo II señalaba “Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual (…) habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de Él, (y) cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama al mal bien y al bien mal, (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral”.

Entonces, ¿habrá tenido razón don Jean-Jaques? Porque ocurre que habiendo alcanzado a creer que estábamos prontos a vencer la muerte igual como lo hizo aquel Nazareno hace dos milenios, hoy nuestra vida, la autosuficiente, la “civilizada”, se vio súbitamente detenida en su carrera al sol y forzada a ponerse de rodillas ante aquel bichito pandémico. Los vivos ya no moriríamos, se decía, y tan convencidos estábamos de ello que no pocos ingenuos resolvieron congelarse y “dormir” a la espera que llegara ese momento…. y ahí siguen… dormidos y esperando en el frío lo que nunca les llegará. No moriríamos, pero sí mataríamos, extirparíamos esos molestosos “quistes” a las mujeres, esos que les impiden ser libres según argumentan los pro-muerte. Rousseau habría tenido razón si hubiera conocido la civilización del laissez faire como modo de vida.

Pero, las cosas se nos fueron de las manos o, mejor dicho, nunca las tuvimos en nuestras manos; si hasta hace poco nos parecía necesario buscar la forma de enterrar definitivamente a la muerte que, porfiada ella, aún se nos sigue atravesando en el camino, hoy huimos despavoridos de su poder; a la que habíamos dejado de ver como la compañera inseparable que fue y que siempre lo será, le escapamos horrorizados. Porque debemos reconocer que no es el Coronavirus por sí mismo el que nos causa temor, a ese seguramente lo aniquilaremos más temprano que tarde. Es la muerte, la que nos intimida. A esa que creíamos pronto a ser vencida. Y, curiosamente, el pánico nos empezó a recordar, aunque vagamente aún, a alguien de quien nos hablaban nuestros padres y abuelos, se referían a un ser que llamaban “Dios”, que no era el sol nos decían, sino el creador de éste. “A Aquel sólo me encomiendo, a Aquel sólo invoco yo de verdad, que, en este mundo viviendo, el mundo no conoció su deidad”.  Hacía muchos años que no releíamos a Jorge Manrique quien, además, nos advertía: “…avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida,… cómo se viene la muerte tan callando”. Qué gran enseñanza nos dejó él en esas sus sabias coplas, y qué poco nos ha interesado su lección.

No hace mucho leía lo que el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, declaraba a Le Figaro el 19 de mayo de este año: “Ha aparecido un hecho radicalmente nuevo. La modernidad triunfante se ha derrumbado frente a la muerte. Este virus ha revelado que, pese a sus promesas y seguridades, el mundo de aquí abajo quedaba paralizado por el miedo a la muerte. El mundo puede resolver las crisis sanitarias. Pero nunca resolverá el enigma de la muerte. (…) nuestras sociedades, sin saberlo, sufren profundamente de un mal espiritual: no saben darle sentido al sufrimiento, a la finitud y a la muerte”.

Quizás si el virus nos devuelva el interés por recordar el significado de algunas palabras que ya nos sonaban extrañas, que nos estaban oliendo a naftalina, a conversaciones entre personas muy mayores. “Humildad” es uno de esos vocablos olvidados. Si nos animamos a desempolvar algún diccionario de esos bien antiguos para buscar su significado y si conseguimos entender lo leído, estaremos en mejores condiciones para reconocer que, sin necesidad de volver a las cavernas de Rousseau, la humanidad pende de un hilo, y delgado; estaremos, además, más preparados para buscar a ese Ser, a ese Nazareno de quien nos hablaban nuestros abuelos y pedirle nos pueda enseñar cómo funciona verdaderamente eso de la vida eterna.