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Precariedad

A un país ya conmovido hasta sus cimientos por la rebelión de octubre se le echó encima la pandemia. Estas producen angustia, pavor o indiferencia. A veces no dejan huella visible, como en la devastadora gripe española hace 100 años. En Atenas, hace 2.500 años, ayudó a malograr una gran creación civilizatoria. Como toda crisis, hace relucir lo mejor y lo peor de nosotros. 

Un testigo, en tantos sentidos profeta de nuestro tiempo, traído a colación con recurrencia en estos días, Albert Camus, lo decía en 1947 por medio de su personaje: “‘Esto no puede durar, es demasiado estúpido’. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles”.

Entre tantas cosas, Camus alude a que las crisis residen en la mente de los ciudadanos y no en las condiciones mal llamadas objetivas. Incluso en un elemento no provocado —hasta donde sabemos— por la historia humana, como el covid, la reacción al mismo es plenamente humana, en la amalgama de razones, sentimientos e impulsos que confluyen en nuestra conciencia. Uno de sus ejemplos es aquel de que la crisis habría revelado la precariedad del país, se supone oculta por la ignorancia o avidez. Me parece que es todo lo contrario; son las fortalezas —siempre relativas— del Estado y del fisco las que han permitido gastos extraordinarios hasta poco tiempo atrás. Ahora ha cambiado, por la duración de la pandemia y por la mezcla de temeridad y payaseo que se apoderó de la clase política. En todo país moderno, en especial los más desarrollados, si la economía se paraliza por cuatro meses, necesariamente saca a luz fracturas antes no imaginadas.

Sigue afectando la verdadera precariedad del coletazo del 18 de octubre —amén de una violencia esporádica que surge y resurge—, la de la clase política que se siente heredera del mensaje del estallido, por cierto, más en la oposición que en las filas gubernamentales, incapaz de discernir mayormente entre lo posible y lo imposible. Con aprestos de cólera moral empuja el carro del país hacia un abismo, con ebriedad parecida a lo que ya se ha apuntado, de revancha no confesada por el 73, noción instalada en un preconsciente, sobre todo en grupos que conservan el paradigma totalitario, como los comunistas; o los ultra, que pugnan por la degradación de todo orden, autoridad y principio organizativo de las sociedades humanas tal como las hemos conocido en la historia humana. La oposición política —no solo partidos y parlamentarios, sino que parte del mundo de los medios y gremios que se deleitan en exigir la perfección absoluta, lo que no requerían de otros gobiernos— navega en su estela, carente de estrategia y meta como la tenía la Unidad Popular. El Gobierno puso lo suyo al no saber desplegar el elusivo arte de la gran política, y su coalición se resquebraja en un sálvese quien pueda, sin norte ni sur, algunos en la penosa confianza de que así los perdonarán de quizás qué pecados (no los perdonarán), siendo que ellos ayudaron más a los gobiernos de centroizquierda que la actual oposición a los dos gobiernos de Sebastián Piñera.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por  El Mercurio, el martes 28 de julio del 2020.