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La humanidad y los clásicos

En su ensayo Por Qué Leer los Clásicos, Ítalo Calvino define los clásicos como aquellos libros que se configuran como equivalente del universo, semejante a un talismán. En ellos existiría el mundo y todo lo que contiene, los testigos silenciosos de la humanidad y su historia. Forman parte de ese enorme cúmulo de ideas, vivencias, emociones y sentimientos que es la humanidad, cuentan lo que el hombre ha visto, experimentado y comprehendido en su camino recorrido, uniendo personas separadas por siglos, e incluso milenios de distancia, pero que comparten algo más profundo, algo que las diferencias de espacio y tiempo no pueden destruir. Son hombres, homo sapiens, humanos, y, por tanto, como dice Terencio, nihil humani a me alienum puto. Nada humano me es ajeno.

Pero ¿qué es lo humano? Miguel de Unamuno dice que sospecha tanto del adjetivo —lo humano— como del sustantivo —la humanidad. Ninguno de estos conceptos logra subsumir realmente lo universal, la experiencia real. En lo que realmente se debe poner el centro es en el hombre concreto, “[E]l hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo muere— (…)” (Del Sentimiento Trágico de la Vida). Solo en los millones de casos concretos, en cada hombre que nace, sufre y muere, que llora, odia y ama, existe la verdadera universalidad humana. Así, las experiencias de hombres de otro tiempo nos interpelan porque también nosotros podríamos vivir lo que ellos. De ahí la catarsis de la tragedia griega. Mediante la contemplación del sufrimiento —una de las experiencias humanas por excelencia— nos purificamos y contemplamos más plenamente que significa ser humano, que significa esta experiencia llamada existencia. Siguiendo nuevamente a Unamuno, “nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”.

Los clásicos registran entonces esta universalidad de las vivencias de personas concretas. Son obras cúspide precisamente porque en ellas encontramos honestas expresiones de hombres y mujeres que vivieron su vida, tal cual como cada uno de nosotros la vivimos, con sus accidentes y aciertos. En ellas se esconde algo de nuestra propia vida, son un talismán, un universo, porque toda la historia de los hombres se encuentra fragmentada en los clásicos. Por esto mismo es que Calvino también afirma que los clásicos son esas obras que siempre se están releyendo, no solo leyendo. Y se releen en dos sentidos. El primero, obvio, es la revisita. Los clásicos no se acaban, sino que nos interpelan en distintos momentos de nuestra vida de distintas maneras, dado que se nutren de nuestra vida. Nuestras experiencias son reflejadas en los grandes libros, y en la medida que vivimos, más entendemos las distintas experiencias humanas. Cada relectura es distinta porque de cierta manera, yo el lector, ya no soy el mismo. Una segunda relectura es la que se da incluso en lectores primerizos de los clásicos. Leemos sabiendo que ese libro es un clásico, con una idea más o menos acabada de que significa el libro y su historia. No se puede leer la Odisea sin saber lo que significa para la historia de Occidente. 

Así, la lectura de un clásico no es solo por la entretención de la lectura —la que sin duda es muy importante— sino que también por ser un libro que integra la forma en que entendemos el mundo, como hombres. Son un lente que nos permite comprehender mejor la experiencia de lo humano, el tipo de vida que nos es propia. Solo nosotros creamos literatura, porque solo nosotros podemos apreciar el mundo como sujetos. Nuestra peculiar y única condición de seres autoconscientes nos permite observar la realidad y comprenderla de formas distintas a una mera observación fáctica. Apreciamos el amor, la pasión, lo bello y lo feo, lo sublime y lo sacro. Nuestra mente nos permite contemplar y valorar realidades que son imperceptibles a los ojos, pero que son esenciales. C.S. Lewis (en La Abolición del Hombre) rastreaba esta realidad subjetiva en todas las culturas humanas, que, a pesar de sus diferencias de apreciación, se entroncaban todas en un tronco común que él llama —siguiendo el concepto chino para esta realidad— Tao. Este sería la doctrina del valor objetivo de las cosas. Un anciano es venerable, un niño encantador. Y no solo porque ese sea el estado emocional que generan en nosotros, sino que, por sus cualidades intrínsecas que exigen una respuesta emocional. De cierta manera, el Tao de Lewis son los trascendentales del ser, la Verdad, el Bien y la Belleza, realidades no materiales pero objetivas, que se encuentran en los seres y que el hombre puede apreciar en los objetos desde su postura como sujeto consciente. Son un presupuesto evidente para la apreciación del mundo, que permiten que compartamos la realidad desde una base que nos es común a todos.

Los clásicos nos enseñan a apreciar estas realidades, dado que, si bien son evidentes, requieren de la experiencia práctica para comprenderlas mejor. Uno puede apreciar que hay un valor objetivo en la belleza, pero solo a través de la experiencia se podrá apreciar la belleza literaria de una novela sobre otra, o la bondad real de una mera apariencia de bien. El que se entrene no quita que sean realidades objetivas y evidentes, sino que muestra que la capacidad de discernir del hombre es limitada e imperfecta, aun cuando se refiere a realidades trascendentes.

En este sentido, la literatura cobra especial relevancia. Es nuestra forma de transmitir a futuras generaciones las experiencias y aprendizajes que en vida vamos adquiriendo, para que los futuros lectores puedan nutrirse de estas realidades y vivencias. Y la cultura no es más que la acumulación de millones de vivencias humanas que desean ser conocidas por nosotros y enseñarnos el verdadero valor de nuestra humanidad. La lectura de los clásicos nos humaniza.

En el Chile actual mucho se habla de la falta de educación cívica, y, por consiguiente, de la mala formación ciudadana. Pero esta es solo la punta del iceberg. Antes de ser ciudadanos somos humanos, y nuestra formación como tales es aún más pobre que nuestra formación como ciudadanos. ¡Cuánto falta una educación realmente humanista, que nos enseñe a entendernos en la complejidad real humana, con todas sus dimensiones inmateriales y subjetivas! Una educación científica es esencial, pero nunca va a ser un remplazo para la formación humanística de la cual conseguimos la experiencia para actuar como hombres. Y dentro de esta, la formación en los clásicos es de la esencia. 

Por último, solo queda decir con Calvino que “leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos”.