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Estado, derechos y familia

La comisión de Infancia del Senado aprobó —con los votos favorables de Jaime Quintana, Ximena Rincón y Carlos Montes— una indicación que otorga a los niños el derecho a “tomar parte de manifestaciones”. Esta medida se inscribe perfectamente en la lógica de la llamada “autonomía progresiva” de los menores, que ha presidido la elaboración del proyecto de garantías para la niñez: los niños también son titulares de derechos individuales, con todas las consecuencias implicadas.

Con todo, se trata de una decisión problemática, y por varios motivos. Por de pronto, la familia es un tipo de comunidad que no puede comprenderse plenamente desde la óptica jurídica ni contractual. En efecto, ninguna de esas dimensiones da cuenta de la gratuidad o el don, que son los principales rasgos de dicha instancia —primer organismo moral, decía Gramsci—. Además, necesitamos que las familias formen a las mejores personas y ciudadanos que sea posible; y, para lograrlo, requieren de algunos medios indispensables. Reducir la autoridad de los padres —por nimio que parezca el caso que nos ocupa— no parece ser el camino más adecuado. Dicho de otro modo, el Estado (que ni siquiera puede cuidar a los niños que tiene a su cargo) no debería inmiscuirse en ese tipo de cuestiones: los costos son mucho más elevados que los eventuales beneficios.

Por otro lado, hay algo extraño en el presupuesto implícito, según el cual los padres serían algo así como los adversarios del Estado en lo relativo a la protección de los niños. Hay circunstancias extremas en las que eso puede ser cierto, pero está lejos de ser la regla general. En rigor, el Estado necesita imperativamente a las familias. Supongo que hay que vivir en un mundo muy singular para suponer que la dificultad familiar que enfrenta Chile guarda relación con los permisos para las manifestaciones. El problema que enfrentamos es mucho más urgente y radical, aunque por años nos hayamos negado a verlo. Las familias apenas alcanzan a cumplir con sus funciones más elementales, por falta de condiciones mínimas para llevar una vida familiar digna: horarios de trabajo imposibles, tiempos de transporte, frecuente abandono paterno, viviendas y barrios mal concebidos, penetración de la droga y el narcotráfico, y así la lista podría extenderse infinitamente.

Todo lo anterior tiene secuelas desastrosas sobre el tejido social, y al Estado se le hace muy difícil recoger luego lo que queda de esa tragedia. Si los parlamentarios progresistas estuvieran efectivamente preocupados de la infancia, podrían impulsar —por ejemplo— la limitación del trabajo dominical, que permitiría que muchos niños pasaran más tiempo con sus padres. Sin embargo, prefieren sumarse al lenguaje individualista de los derechos, sin comprender que solo debilitan aquello que deberían fortalecer: la comunidad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el miércoles 01 de julio del 2020.