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Damnatio Memoriae

El ser recordado tiene un atractivo potente para los hombres. Que nuestro nombre perdure después de nuestra muerte; que nuestros actos y acciones sean cantados y relatados; que corran ríos de tinta tratando de descifrar nuestra insondable interioridad hasta convertirnos en un objeto de estudio de los sabios. Todos estos son síntomas que hablan de la grandeza, del valor que tuvo nuestra vida, que dejamos una huella indeleble con nuestro paso por la tierra. La gloria e inmortalidad del recuerdo parece ser un triunfo absoluto, y ya Homero —padre de la tradición literaria occidental— encarnó esta idea de forma magistral en Aquiles pelida, el de los pies ligeros. 

Tal vez por este enorme valor que otorgamos al recuerdo es que uno de los castigos más infamantes y terribles ideaos por la mente humana es la damnatio memoriae romana. Con ella, se eliminaba la memoria de un hombre de la faz de la tierra, era la destrucción de toda aspiración a inmortalidad. 

Para conseguir esto se raspaban las monedas, se destruían las estatuas, eliminaban los registros y toda inscripción del nombre de la persona.  Los principales condenados a esta pena en tiempos romanos fueron infames emperadores —Calígula, Nerón, Domiciano y Cómodo, por nombrar algunos— que mancillaban con su mero recuerdo la honra de la Ciudad Eterna. De más está decir que la práctica no logró realmente borrar de la memoria a ninguno de ellos, ni destruir toda imagen, pero lo interesante es que se tenía conciencia de que no había peor castigo que la eliminación de todo el legado de la persona, su vida misma convertida en cenizas al viento. 

Esta práctica de destruir el recuerdo de alguien por los actos de los que se le acusa sobrevivió a la caída del Imperio Romano y perdura hasta nuestros días. Famoso es el caso de la adulteración de fotos por el servicio secreto estalinista contra las personas que caían de gracia a ojos del líder soviético, quien irónicamente fue así mismo víctima parcial de esta pena tras su muerte, primero en el proceso de desestalinización, y más profundamente luego del colapso de la Unión Soviética en los antiguos países satélites, como relata la película Good bye Lenin.

Así, el insulto contra la memoria es una constante en la historia humana, por lo que no debería sorprender la reacción que ha existido las últimas semanas contra estatuas y monumentos en Estados Unidos —e imitado en diversas partes del mundo— a causa del conflicto racial, atacándose especialmente aquellas de personas que fueron esclavistas o dueños de esclavos, pero también extrapolándose a cualquier persona que se pueda interpretar que cometió actos racista, como San Junípero Serra por su evangelización de los indígenas, o incluso a personas que nada hicieron pero que se encontraron en el rumbo de una turba con ansias de profanar una estatua, como fue el caso de la estatua del expresidente Ulises S. Grant, general que llevó a la victoria a la Unión en la Guerra de Secesión, y que durante su mandato presidencial persiguió al Ku Klux Klan incansablemente. 

Dos consideraciones sobre este último fenómeno. José Ortega y Gasset advierte contra los peligros de juzgar a hombres pasados con las normas morales de nuestro tiempo. En “La rebelión de las masas” comenta cómo instituciones humanas terribles —como la guerra o incluso la esclavitud— fueron en su minuto parte de un proceso humanizador respecto a la situación anterior. En el caso de la esclavitud explica cómo fue una mejoría respecto a la masacre de las poblaciones conquistadas, limitando las matanzas, mientras como proceso paralelo fueron aumentando las protecciones de los hombres en situación de esclavitud, como sucedió en el derecho romano. Esto en ningún caso justifica la esclavitud —que es una institución aberrante— sino que muestra cómo la humanidad ha ido comprendiendo mejor su dimensión moral a lo largo de la historia, mejorando a lo largo de los siglos y paso a paso desterrando costumbres profundamente inhumanas. Lo mismo se puede decir de la Ley del Talión, el famoso ojo por ojo, diente por diente. Antes de esta, la respuesta a una injuria era total, no había un límite a la venganza, y el límite objetivo de causar el daño equivalente al sufrido fue un enorme avance para la justicia, perfeccionado finalmente en el plano filosófico por Platón —más vale sufrir un mal que cometer uno— y en el religioso por Jesucristo: “Pues, yo os digo que no resistáis al mal; ante bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra” (Mateo 5, 39).

El juzgar a hombres pasados con criterios contemporáneos es olvidar que cada uno de nosotros estamos insertos en un momento histórico, con luces y sombras, y el juicio moral debe ser hecho desde ese momento, no como general después de la guerra. De lo contrario caemos en sinsentidos como el que sería buscar renombrar Washington D.C. y eliminar al mismo como padre fundador por haber tenido esclavos. Y pocos no tenía.

La segunda consideración es respecto al valor que tiene la historia como pedagoga social. Los aciertos, errores, logros y crímenes de hombres pasados nos llaman a contemplar la complejidad de la vida humana; somos capaces de los actos más heroicos al mismo tiempo que de los más viles. La búsqueda de condenar todo lo pasado que no calza con nuestra concepción de justicia conlleva el riesgo de perder la óptica de las enseñanzas que el pasado nos ofrece. Como mucho se dice, quien no conoce su historia, está condenado a repetirla. Las damnatio memoriae pueden ser adecuadas para eliminar del espacio público figuras nocivas, especialmente respecto de líderes totalitarios que construyeron sus dictaduras en torno al culto a su persona, por lo que el espacio que tienen en lo público es en realidad una forma de imposición y de control de la sociedad que debe ser extirpada; pero no puede usarse para borrar la historia y a las personas que, por el haber vivido en otro tiempo, actuaron como personas de otro tiempo. Sus recuerdos e historias son parte de nuestro patrimonio moral, sus decisiones guías que nos muestran que, a fin de cuentas, por muy lejos que estemos de las cavernas, seguimos siendo la misma especie, solo diferenciados por la conciencia del camino ya recorrido y la voluntad de no cometer los errores ya cometidos.