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La virtud de la humildad y los buenos libros

Uno de los aspectos del cristianismo que suele ser objeto de maltrato hoy día (¿cual no?), es su concepción central de la virtud de la humildad. Tal menosprecio ha llegado al punto de afirmarse, incluso, que la humildad no es virtud alguna. El origen de este apartamiento de la humildad a un rincón oscuro quizá haya de buscarse en el pensamiento nominalista medieval y en su desarrollo posterior por pensadores como Hobbes, Hume y Kant. Este tipo de pensamiento insistió en un papel preponderante del orgullo como mitigador de la humildad y como componente necesario de otro concepto novedoso, la autoestima, considerada uno de los motores necesarios del denominado “progreso”. Los relatos filosóficos contemporáneos de la humildad continúan este énfasis en el orgullo, aunque no solo como contrapeso a la misma, sino cada vez más, como su sepulturero. Recordemos que uno de los apóstoles de esta nuestra modernidad, el todavía activo Karl Marx, al tiempo que afirmaba que el cristianismo predicaba “sumisión y humildad”, proclamaba en sus escritos que el proletariado necesitaba “su coraje, su confianza en sí mismo, su orgullo y su sentido de independencia, incluso más que su pan”. Ya sabemos a dónde nos llevó esto.

Hoy quiero reivindicar la vieja y sana doctrina cristiana que ensalza la humildad y proscribe el orgullo. Digo sana porque la humildad cristiana está tan alejada del orgullo y la vanidad como del servilismo, la tibieza y la pusilanimidad. Y hablo de reivindicar, porque, fruto del abandono y la confusión, la humildad se encuentra hoy sumida en el ostracismo y su rescate es fundamental, no solo para una vida bien vivida, sino para alcanzar la vida verdadera. 

Pero esto no debería ser novedad alguna, al menos para los cristianos. En la obra, Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas (1609), del padre Alonso Rodríguez, puede leerse: “Toda la vida de Cristo en la tierra fue una enseñanza nuestra, y Él fue de todas las virtudes Maestro, pero especialmente de la humildad: esta quiso particularmente que aprendiésemos de Él”. Más adelante el autor cita a San Bernardo, quien nos dice: “Abajóse y apocóse el Hijo de Dios, tomando nuestra naturaleza humana, y toda su vida quiso que fuese un dechado de humildad, para enseñarnos por obra lo que nos había de enseñar por palabra. ¡Maravillosa manera de enseñar!”. Si así lo hizo Nuestro Señor fue por su importancia capital. San Agustín lo expresa así: “la humildad es el fundamento de todas las otras virtudes, por lo tanto, en el alma en la que esta virtud no existe, no puede haber ninguna otra virtud, excepto en la mera apariencia”. Todos los santos han hecho suya esta virtud, por lo que no causa sorpresa que, cuando a san Bernardo se le preguntó cuáles eran las tres virtudes más importantes, contestara: “Humildad, humildad, humildad”.

No es pues extraño que las Sagradas Escrituras la proclamen constantemente, hasta casi la extenuación: “Porque grande es solo el poder de Dios, y los humildes lo honran” (Eclesiástico 3, 21), “la soberbia humilla al hombre, mas el humilde de espíritu será ensalzado” (Prov. 29, 23), “humillaos por tanto bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os ensalce a su tiempo” (I Pedro, 5, 6), “y lo vil del mundo y lo despreciado ha escogido Dios, y aun lo que no es, para destruir lo que es; a fin de que delante de Dios no se gloríe ninguna carne” (I Co., 1, 28-29).

La humildad es por lo tanto una virtud cristiana esencial. Una virtud necesaria para la salvación (“Nadie llega al reino de los cielos excepto por la humildad”, dice san Agustín), y como tal, no solo nos es enseñada por la vida misma de nuestro divino Salvador (“se humilló a sí mismo, se vació a sí mismo”, II Fil., 7, 8), sino que Él mismo nos conmina a ella: “Tomad sobre vosotros el yugo mío, y dejaos instruir por Mí, porque manso soy y humilde en el corazón; y encontraréis reposo para vuestras vidas” (Mateo 11, 29), “porque el que es el más pequeño entre todos vosotros, ése es grande” (Lucas 9, 48) y “porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lucas 4, 11), ya que “si alguno quiere ser el primero, deberá ser el último de todos y el servidor de todos” (Marcos, 9, 35). 

Así pues, para los cristianos no hay excusa posible. La humildad debería tener en nuestras vidas una indiscutible centralidad. Pero para ello es preciso saber y conocer aquello de lo que hablamos… ¿En qué consiste la humildad? ¿Qué significa ser humilde? 

San Agustín nos dice: “toda tu humildad consiste en que te conozcas a ti mismo”, y en este mismo sentido el filósofo Josef Pieper afirma que, “el fundamento de la humildad es la estimación del hombre de sí mismo según la verdad”. Sobre su efecto terapéutico para con el orgullo, san Juan Casiano dice a su vez: “Y así Dios, el Creador y Médico del universo, sabiendo que el orgullo es la causa y la fuente de nuestras enfermedades, se aseguró de que las contrariedades fueran sanadas por las contrariedades, de modo que lo que había colapsado por el orgullo se levantara de nuevo por la humildad”.

Ser humilde es entonces valorarse uno mismo según la realidad y, por consiguiente, es verse uno mismo como verdaderamente se es; como una criatura contingente que constantemente precisa de la voluntad divina para existir y de la gracia divina para salvarse. Nuestro estatus de criaturas también significa que dependemos de otros para nuestra recepción del bien: de nuestros padres, hermanos, amigos, maestros y demás miembros de la comunidad, y lo más importante, de Dios. Por lo tanto, el pre requisito para la recepción de la gracia y de las virtudes teológicas de la fe, la esperanza, y la caridad es la humildad; de ahí su importancia capital. 

Sin embargo, la humildad ha venido sufriendo a lo largo de los últimos seiscientos años una tremenda campaña de desprestigio y difamación, tanto es así que muchos cristianos han dejado de tenerla como valor, tachándola más como defecto que como virtud y considerándola una muestra de debilidad y de flaqueza. Craso error, pues la humildad no requiere un abandono radical de lo que somos (como, empero, predican el budismo y otras filosofías orientales); no, al contrario, lo que exige es una evaluación inquebrantable de qué somos y, en última instancia, de quién es Dios y cuál es nuestra relación con Él. No es tampoco una negación ni una renuncia sobre quiénes somos. Más bien, expresa la visión más profunda de nosotros mismos a la luz de la verdad. Somos limitados, sí, pero lo somos bendita y maravillosamente, y si nos volvemos hacia la humildad podremos lograr la verdadera vida en Dios a través de Cristo.

Hay pues que acercarse a la humildad, volver a ella. Y a este fin, ¿podremos encontrar alguna ayuda en los buenos libros? Como siempre, si miramos con atención, algún provecho podremos hallar. Por ejemplo, en Dickens, en Tolkien, en Chesterton, claro, y hasta en Winnie de Pooh y en los cuentos rusos se encuentran trazas de esta virtud. 

Dickens es una fuente inagotable de personajes. Esa panoplia suya de caracteres constituye un crisol de virtudes y defectos retratados con precisión de cirujano. Como buen conocedor de la naturaleza humana, en sus novelas nos advierte del riesgo de confundir o corromper las virtudes.

En el caso de la humildad esta corrupción se materializa con frecuencia en el riesgo cierto de deslizarse en brazos de la denominada “falsa modestia”. 

En Tiempos Difíciles (1854), Dickens nos da una visión ácida e irónica de aquello en lo que se puede convertir el que se dice humilde y alardea de ello, “el fanfarrón de la humildad”, como es el caso del señor Bounderby:

Era un hombre que jamás creía haberse jactado lo suficiente de que era hijo de sus propias obras. Era un hombre que proclamaba constantemente, por la metálica trompeta parlante de su voz, su ignorancia de otros tiempos, su pobreza de otros tiempos. Era un hombre al que podría llamársele el fanfarrón de la humildad”.

En David Copperfield (1850), encontramos otra advertencia dickensiana en el odioso personaje de Uriah Heep. Este intrigante antagonista del héroe de la novela, David Copperfield, no deja de proclamar, incesantemente, que es una “persona muy humilde”, cuando no es más que el epítome de la falsa modestia, que oculta tras una máscara de llaneza un alma ambiciosa y perversa. Por ejemplo, cuando David le pregunta:

“¿Supongo que será usted un gran abogado? –dije después de mirarle durante un rato.

–¿Yo, míster Copperfield?  –dijo Uriah–. ¡Oh, no! Yo soy una persona muy humilde”.

A este postizo del orgullo falazmente revestido de su contra-virtud, se refería François de la Rochefoucauld, cuando afirmó que “el orgullo nunca se disfraza mejor y es más engañoso que cuando está oculto detrás de la máscara de la humildad”.

Como hemos visto, la humildad tiene que ver con la visión verdadera de las cosas, pues “la sabiduría habita con los humildes” (Prov. 11, 2). Pero esto no significa que se ha que ser sabio o inteligente para ello, al menos en el sentido profano del saber. Y la literatura infantil recoge esta enseñanza.

Winnie de Pooh, el inmortal personaje de A.A. Milne, es un osito de peluche tontorrón y simple; él mismo nos lo dice: “yo soy un oso de poco cerebro y las palabras muy largas me dan dolor de cabeza”. Y, no vaya a ser que lo olvide, sus amigos se lo recuerdan constantemente:

“—Pooh —dijo Conejo amablemente—, no tienes ni pizca de cerebro.

—Ya lo sé —dijo Pooh humildemente”.

Pero esta cortedad no impide al osezno de trapo ser humilde; paradójicamente, esta “falta de luces” es lo que le posibilita ver lo que es real y apercibirse de la verdad. Y así nos enseña cosas que otros muchos ignoran y pasan de largo. Algunas tan imprescindibles como el amor.

“–Te quedas aquí, en este rincón del Bosque, esperando que los otros vengan donde estás tú. ¿Por qué no vas tú donde ellos de vez en cuando?” 

(…)

–Un mínimo de consideración, un mínimo de pensar en los demás, hace toda la diferencia.

(…) 

–Porque poesía y cuentos no son cosas que uno atrapa, sino cosas que le atrapan a uno. Y todo lo que uno puede hacer es ir a donde puedan encontrarle a uno.”

Frases como estas pueblan y adornan las historias de Winnie y sus amigos.

Si abandonamos el británico Bosque de los 100 acres de Winnie de Pooh y viajamos a las estepas de la vieja Rusia, en los cuentos que allí todavía se cuentan encontraremos que algunos de sus protagonistas representan una clara personificación de la humildad. Ya hemos hablado de ellos en diversas ocasiones (Cuentos Rusos y Providencia, Destino y Libertad (IV)). Por ello sabemos que el héroe favorito del cuento popular ruso es Iván el tonto, el tercero y más pequeño de los hermanos. Exteriormente discreto, aparentemente torpe y simple, sin deseos de fama o de riqueza, sin embargo, contra todo pronóstico, al final del cuento es quien recibe una recompensa, las más de las veces, el casarse con la bella princesa y heredar un reino. Es, sin duda, un caso singular, que se asemeja enormemente a un modelo de humildad cristiana. Y no por casualidad. 

La imagen de Iván el tonto reflejaba las cualidades más valoradas por el pueblo ruso, todas ellas de simiente cristiana: compasión, disposición a ayudar al prójimo (no por el beneficio, sino desde el corazón), falta de malicia, lealtad, y, por supuesto, humildad. Paralelamente, los principales defectos y vicios se representan en esos relatos a través de las personas, a priori, más inteligentes y prácticas, como, por ejemplo, los hermanos mayores, en quienes el egoísmo, la avaricia, el desprecio del prójimo, y claro, el orgullo y la presunción, se manifiestan a las claras.

Muestras de todo ello son el cuento de León Tolstoi, Iván el Tonto (1885), el del poeta Piotr Yershov, El Caballito Jorobadito (1834) o dos de los relatos recopilados por Afanasiev, titulados Zarevich Iván, el Pájaro de Fuego y el Lobo Gris y Sivka-Burka (ambos publicados entre 1855-1863). En El Caballito Jorobadito podemos leer:

En una lejana tierra,

tras los bosques y la sierra,

al otro lado del mar,

tenía un viejo su hogar.

Eran sus únicos dones

tres hijos, los tres varones.

El mayor, listo, sesudo,

el mediano, cachazudo,

y el menor, un pasmarote,

un tonto de capirote.

(…)

Iván, sin titubear

Lleva a la niña al altar

(…)

¡Viva la reina y el rey,

Para dicha de su grey!”

Si viajamos en el tiempo y la imaginación a la Tierra Media de Tolkien, en El Señor de los Anillos (1954/55) se nos habla también de la humildad y su verdadera dimensión, como visión real de quiénes y qué somos a la luz de la verdad. El personaje de Aragorn, la prefiguración de Cristo Rey, representa a ese rey humilde, que en ningún momento olvida su verdadera condición. Jorge Ferro en su imprescindible en su imprescindible Leyendo a Tolkien (Vórtice, 1996), nos dice así:Leyendo imprescindible Leyendo a Tolkien (Vórtice, 1996), nos dice así:

Veremos que le dice en un momento a Gandalf ‘soy un [hombre] mortal’ (ESA, III, p. 331). Pero no solamente así se manifiesta su humildad. Hemos visto que acata a Gandalf como una instancia más alta, y que no pretende sustituirlo en dignidad, sino solo, en caso de grave necesidad y por fuerza, reemplazarlo, y aun entonces reconoce sus límites

(…) 

Más importante aún es el hecho de que, en toda la campaña, reconoce que el papel central lo cumple Frodo, y que, si bien él fue su guía durante la ausencia de Gandalf, a partir de que Frodo y Sam cruzan el río en dirección a Mordor ya no puede conducir la empresa. (…) En su condición real, es no obstante consciente de su rol subordinado, y lo acepta sin amargura (…) un papel secundario, que no es sino distraer al enemigo (pues la verdadera definición se encuentra en manos de Frodo)”.

Otro aspecto importante aparece recogido en el momento en el que se consuma el aparente “fracaso” final de Frodo. En ese instante, Tolkien nos ilustra sobre la verdadera razón de ese “abandono de sí mismo” que supone la verdadera humildad: posibilitar la acción de la Gracia. El mismo Tolkien habla en sus cartas de este “fracaso”, pero como expresión de contingencia, de la impotencia ante el Mal de todo hombre abandonado a sus propias fuerzas, y por lo tanto de la imprescindible necesidad de la Gracia. Cuando Frodo llega finalmente a la Grieta del Destino, está completamente agotado: física, emocional, psicológica e incluso espiritualmente; no le queda nada que dar u ofrecer y parece que su misión está abocada al fracaso. No obstante, el Anillo será finalmente destruido. Es la humildad de Sam y su caridad hacia Gollum, la que permite que la Gracia desempeñe su papel, como explica el propio Tolkien en sus cartas, y posibilite la destrucción final del Anillo y el éxito de la empresa.

Por último, la humildad es una suerte de lente que nos permitirá ver con mayor precisión la realidad. El orgullo, nuestro veneno interno más tóxico, hace que nuestra visión de nosotros mismos y de la realidad sea borrosa, principalmente porque nos lleva a tomarnos demasiado en serio al tiempo que banalizamos a aquellos y a aquello que nos rodea. Y Chesterton puede mostrarnos esto. Se trata, como él afirma, de “la falsificación de los hechos mediante la introducción del yo”, porque solo la humildad puede ayudarnos a ver plenamente la realidad en toda su grandiosidad. Dice Chesterton en su obra Herejes (1905):

La verdad es que toda apreciación auténtica se basa en cierto misterio, en cierta oscuridad, en cierta humildad. Quien dijo: ‘Bienaventurado el que no espera nada, pues no se verá decepcionado’, pronunció una máxima equivocada. La verdadera es ‘Bienaventurado el que no espera nada, pues se verá gloriosamente sorprendido’. El que no espera nada ve las rosas más rojas que los demás hombres, la hierba más verde, un sol más deslumbrante. (…) Que nada sepamos hasta que no conocemos la nada es uno de los millones de bromas de la verdad”, porque “el secreto de la vida reside en la risa y en la humildad”.

Todo se muestra mejor a través del drama, liberando “la verdad de la prisión de los argumentos”, como decía George MacDonald. Siguiendo este axioma, Chesterton ––buen conocedor de MacDonald–, nos muestra lo expuesto argumentalmente en el anterior párrafo de Herejes, en una de sus más conocidas historias del Padre Brown, El Martillo de Dios (1910). Allí examina la cuestión del orgullo espiritual y los abismos en los que puede sumirnos, mostrándonos, a un tiempo, el poder de la humildad y de la compasión. Y comienza dejándonos entrever el carácter humilde del sacerdote detective a través de una confesión: “soy un hombre y, por lo tanto, tengo todos los demonios en mi corazón”, dice el Padre Brown. Es esta humilde condición de partida lo que permite el detective protagonista resolver sus misterios, porque, como también declara el Pater, “la humildad es madre de gigantes. Desde el valle uno ve grandes cosas; y solo cosas pequeñas desde la cima”. 

La humildad es una virtud perecedera (todas lo son, a excepción de la caridad). Como en el Purgatorio de Dante, donde hay que empezar por la orilla antes de subir a la montaña, en esta vida hay que abajarse, desasirse de uno mismo, acercarse al humus antes de aspirar a ascender a los Cielos. Pero ese carácter perecedero de la humildad no significa que podamos abandonarla u olvidarla hoy. Aquí, ahora, en este mundo terrenal que nos toca atravesar, es una virtud irremplazable si queremos llegar a nuestro glorioso destino. Pues, como dijo el poeta:

La única sabiduría que podemos esperar adquirir, es la sabiduría de la humildad”.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Infocatolica el miércoles 20 de mayo de 2020.