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Intoxicados

Al desplazar nuestras interacciones cara a cara por la pandemia, nos volcamos urgidos a otros medios. Florecen WhatsApp, Twitter, Facebook e Instagram. Las redes sociales nos han permitido mantener algún nivel de contacto estable con la gente que queremos –y con el mundo– durante la pandemia. No obstante esto, tienen algunos problemas que es urgente visibilizar.

Las redes sociales están diseñadas –cada una en su medida– para mantener nuestra atención el mayor tiempo posible, y tenernos absortos en ellas, en base a un uso efectivo de nuestro propio sistema cerebral de recompensas. Nada es casual. Las notificaciones provocan algo muy parecido a una adicción, y sofisticados mecanismos de sugerencias nos envían estímulos de modo constante para que no salgamos de ahí.

Todo esto supone ciertas condiciones materiales específicas, como la masificación de los teléfonos inteligentes y la expansión de internet. A pesar de sus bondades, tener un aparato que nos conecta con todo el mundo permanentemente puede ser asfixiante. Al parecer, se nos hace muy difícil mantener una relación sana entre conexión y mundo privado, pues tendemos a querer estar siempre disponibles. Esto no se reduce a lo laboral, sino que abarca casi todos los aspectos de nuestra vida: compartimos los paseos, el descanso, lo cotidiano, la cocina, la pieza. Lo público irrumpe en todos los espacios privados, dejando escaso margen para el reposo de lo personal. Por otra parte, cuando controlamos la cara que mostramos al mundo, tendemos a generar una imagen personal impostada, como si tuviéramos que construirnos constantemente, siempre con nuestra mejor versión cada vez que publicamos algo con el solo objeto de ganar likes. Esto se ha vuelto una dinámica mucho más intensa en los tiempos de encierro, ya que tenemos pocas ventanas al mundo más allá de la virtual.

Pero esta búsqueda exacerbada de aceptación y popularidad no solo es tóxica en términos individuales. La política pareciera estar replicando la dinámica anterior, volviéndose a ratos un juego de likes, de declaraciones bombásticas e intransigencia. Esto, porque la política reproduce lo que percibe de la opinión pública. Por esto, al tener una opinión pública orientada al like, perdemos de vista que la deliberación requiere tiempo y moderación para desarrollarse plenamente.

Junto con lo anterior, el debate político se moraliza cada vez más, es decir, catalogamos al mundo en términos de buenos y malos. Para participar de la conversación y existir, debemos elegir un bando, y hacerlo rápido. Las redes sociales obligan a los políticos a tomar posiciones en muy poco espacio, simplificando a tal nivel el mensaje, que se pierde todo matiz. Esto no es solo un juego de velocidad: los estudios muestran que mientras más carga emocional y moral tenga un tuit, más se difundirá. La dinámica de las redes es particularmente peligrosa para la política, pues hace cada vez más improbable llegar a acuerdos que permitan coordinar la infinita complejidad social. Todo se disuelve en respuestas simplonas, comparaciones absurdas y frases ingeniosas para la galería.

Nada de esto es muy nuevo: llevamos años con una dinámica política tóxica. Sin embargo, si antes había alguna amortiguación por la existencia de espacios sin flashes, el encierro exige trasladar toda la actividad a la arena digital, que exacerba el circo que hemos visto las últimas semanas. Basta un ejemplo reciente: frente a las manifestaciones en El Bosque, Revolución Democrática culpó sin miramientos al gobierno y llamó al caceroleo; mientras la UDI pidió al mismo “ser firmes” y ejercer todas las acciones legales disponibles contra los vecinos. Una política al servicio de sus respectivas barras bravas.

Es grande la tentación de lanzarle los muertos en la cara al adversario, de mostrar cómo los países que nos gustan o desagradan llevan mejor o peor sus propios procesos, de compartir noticias falsas o incompletas. Urge, en este caos, que la oposición y el oficialismo tomen el peso a lo que está en juego. No solo se trata de la vida de miles de compatriotas, sino también de nuestro sistema político, que luego de octubre también es un paciente crítico.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el martes 26 de mayo del 2020.