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El virus, la libertad, y la muerte

Una de las dimensiones que envuelven a las crisis es aquella que vaticina los tiempos que la sucederán, y esta vez no ha sido la excepción. Cada vez es más común escuchar que “el mundo ya no será como antes”. Si bien enfrentamos una crisis de las certezas y del control, que decanta en la crisis de las economías (no sólo monetarias sino, además ―y principalmente― de los sistemas de salud), no deja de ser curioso que la forma en que estamos haciéndole frente es volviendo a los mismos andamiajes que hoy están en cuestión. De otro modo, buscamos más certezas y nos esperanzamos en que controlaremos, a cualquier costo, esta pandemia. Pero, incluso sin tener que ir al futuro, podemos ya advertir algunas luces respecto de los cambios e impactos que está generando el coronavirus en nuestras sociedades; los modos en que hemos vuelto a circunvalar la libertad, la tecnocracia y la muerte resultan ser útiles ejemplos al respecto.

Portar un virus es, por así decirlo, portar un mal (no deseado) para la salud, o un veneno, como constata la etimología. Ante la ausencia de vacuna y antídoto, si bien hemos podido observar variadas formas ―como resultados― para evitar que se disemine el Covid-19, también ha sido posible constatar cómo, apresuradamente, se va instalando el imaginario de que lo correcto para administrar la pandemia necesariamente es sinónimo de control, no sólo del virus, sino de la cotidianidad de las personas. Libertad por vida parece así razonable, o al menos se acepta con resignación, todavía. Si bien no debiésemos extrañarnos que pronto aparezcan “bioconflictos”, lo cuestionable hoy es que las medidas de reducción de libertades no parecen ser meramente excepcionales. Y si bien la justificación parece en principio noble -“cuidar de las personas”-, es dable dudar de que al final del día no es la persona por sí misma lo que importa, sino lo que esta haga, en tanto se convierte en sujeto de riesgo, cuestión que “facultaría” controlarla. Esto es importante, en tanto abre la pregunta por cuán antropocéntrica (o filantrópica) es verdaderamente el espíritu que inspira a los gobiernos y a las estrategias con que están afrontando esta crisis. La historia nos muestra que en nombre de un mejor porvenir se han llevado a cabo profundas injusticias.

De otro lado, el Covid-19 ha invisibilizado el hecho de que la vida humana parece quedar “atrapada” por las administraciones y por la medicina como un opuesto absoluto a la muerte, es decir, como si esta debiese ser alejada de nuestras vidas (o conciencias), en todo sentido. La ciencia médica ―y ahora la tecnocracia― nos indican que debemos ocultarla y sacarla a medianoche de las casas para ingresarlas en los hospitales, porque precisamente la técnica médica ha sido autorizada para administrar el proceso de la muerte, quedando así los familiares apartados del proceso del fin de la vida de un ser querido. Y esto no sólo ha quedado demostrado en el transcurrir de esta pandemia, sino que además se ha exacerbado groseramente. Claro pues, la muerte hoy por hoy deviene trámite: aquel que muere infectado por corona virus no sólo debe ser enviado (desterrado) a morir solo en el hospital, sino además se priva a los deudos a estar presentes en el funeral. Todo esto vacía de sentido al rito del funeral a la vez que agudiza el alejamiento de la muerte como una experiencia (trascendente) propiamente humana, ineludible y que nos constituye, pues nos la presentan inventariada, como una experiencia que siempre debe ser de otro, a modo de una imagen invisible, lejana y en clave numérica. Nuestra crisis pandémica devela también (ineludiblemente) nuestra crisis social.

Pensar en las formas profilácticas de relacionarnos parece ser el índice que marca las preocupaciones de empresas, gobiernos y la ciencia. Falta ahora agregar también otras preguntas, como aquella que interroga por el sentido social al que se aspira con dichas formas, advirtiendo que mantenernos con vida es un punto de inicio, pero no el horizonte.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el jueves 23 de abril de 2020.