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“La partera de la historia”: la violencia

Una de las paradojas más repetidas en la historia es el amor por la paz manifestado por los distintos pueblos, pero que coexiste con la reiteración de las guerras a través del tiempo. Al interior de cada sociedad ocurre exactamente lo mismo, sea a través de las antiguas monarquías o en las actuales democracias, que aspiran a desarrollarse con un gobierno civilizado y libre, pero que muchas veces ven irrumpir la violencia, las armas y la destrucción.

Lo que podría ser una anomalía o una realidad lamentable, en la práctica adquiere el mayor interés histórico, político e incluso literario. Lo resume muy bien Hannah Arendt: “Es imposible reflexionar sobre la historia y la política sin constatar el importantísimo papel que ha jugado la violencia en los asuntos humanos” (en Sobre la violencia, Alianza Editorial, 2018). Efectivamente, si miramos los grandes acontecimientos de la humanidad, muchos de ellos han sido acompañados por estallidos de violencia, como son la Revolución Francesa de 1789 o la Revolución Bolchevique de 1917; lo mismo ocurre con los procesos de independencia que vivieron los países americanos, comenzando por Estados Unidos y siguiendo por las naciones dependientes de la monarquía española, que enfrentaron sendas guerras de emancipación.

La situación de Chile a fines de este 2019 obliga a volver sobre este tema crucial. Desde el 18 de octubre hemos visto renacer la acción política violenta, así como la justificación de ciertas manifestaciones antisistema que ejercen la violencia, los saqueos e incluso el terror (como provocar incendios y destrucción de edificios, buses, comercios, estaciones de metro y otros lugares). El tema es muy complejo, pues, como ha señalado el siquiatra Ricardo Capponi, “la violencia genera un elemento adictivo y necesita subir la agresión para mantenerse excitada”, lo que abre un círculo vicioso de peligrosas consecuencias, por lo que asegura que “la única manera para contenerla es tolerancia cero”.

Entre quienes protestan es perfectamente posible distinguir dos grupos al menos: por un lado, amplios grupos de la población que adhieren al régimen democrático, y que tienen legítimos reclamos contra el sistema económico-social vigente en el país o contra el gobierno del presidente Sebastián Piñera; por otro lado, aquellos que carecen de lealtad hacia la democracia chilena, y aprovechan las circunstancias para destruirla con odio y por la fuerza; ciertamente, existe un tercer grupo, que sin participar de los hechos delictuales, tolera o se manifiesta favorable al uso de la violencia por parte de los grupos antisistema. El fenómeno requiere mayor estudio, pero los elementos están sobre la mesa.

En cuanto al desarrollo histórico, en América Latina algunos de los cambios más relevantes del último siglo están asociados también al uso de las armas: la Revolución Cubana en 1959 y el golpe de Estado de 1973 en Chile son dos claras manifestaciones de aquello. Colombia denominó a su drama civil precisamente “La Violencia”, mientras los grupos guerrilleros que procuraban llevar a cabo la revolución en la década de 1960 no solo legitimaron la violencia revolucionaria, sino que también se organizaron para derrocar el orden existente mediante la fuerza. Para ello contaban con una doctrina que les fijaba el camino, el marxismo-leninismo, acompañado de la deriva guevarista en el continente.

Marx y Engels habían expresado en el Manifiesto del Partido Comunista (1848) no solo que “la historia de todas las sociedades existentes hasta el presente es la historia de luchas de clases”, sino que en la sociedad burguesa debía ser enfrentada mediante una revolución proletaria, afirmando que los comunistas declaraban que sus objetivos solo podrían alcanzarse “mediante la subversión violenta de cualquier orden social preexistente. Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista”. Lenin, el líder de los bolcheviques, condenaba a los marxistas (traidores) que aceptaban una vía no violenta, reiterando que “la sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta”, como afirmó en El Estado y la Revolución (1917-1918). El Che Guevara, por su parte, reiteraba que toda su acción revolucionaria era “un grito de guerra contra el imperialismo”, repitiendo la máxima brutal del “odio como factor de lucha”: “el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”.

La historia terminó, como sabemos, de manera triste y dramática para los revolucionarios, cuando se inició la ofensiva contrarrevolucionaria y emergieron las dictaduras militares anticomunistas, que prácticamente dominaron en toda la región por muchos años. Su modo de llegar al poder también fue mediante la fuerza militar, en un continente que parecía acostumbrarse de manera triste a la fuerza como medio de acción política. La Revolución Sandinista de 1979, y la guerra civil que siguió, fue quizá la última expresión político-militar de la larga historia latinoamericana, aunque también existieron otras expresiones de violencia política en la región: el narcotráfico y la organización criminal en Colombia, Sendero Luminoso en Perú, algún resabio terrorista y, por supuesto, la inextinguible dictadura de Fidel Castro. El problema -como suele ocurrir- es que la violencia llama a la violencia, la revolución a la contrarrevolución, el ataque a la defensa y las armas a más armas, en una relación que parece nunca acabar.

Quizá por eso Gabriel García Márquez -que obtendría el Premio Nobel de Literatura en 1982- afirmaba en una entrevista que “la violencia en América Latina, y principalmente en Colombia, es un fenómeno de toda su historia, algo que nos viene de España. La violencia es la gran partera de nuestra historia” (El País, España, 1 de mayo de 1981). La expresión “la partera” es de Marx, quien afirmaba que toda vieja sociedad lleva en sus entrañas otra nueva, y que es la violencia la que ayuda a romper las formas antiguas y levantar unas nuevas. A Lenin gustaba recordarlo, para evitar desviaciones oportunistas entre los seguidores del alemán.

El desafío que se presenta a las democracias actuales en relación a la violencia es complejo, plural y urgente. Hay algunas cosas que, siendo obvias, parece conveniente recordarlas: el Estado detenta el monopolio del uso de la fuerza legítima y es necesario una condena transversal al uso de la violencia como un método de acción política. Otros aspectos, en cambio, requieren una elaboración más profunda. Por ejemplo, en los momentos de mayor justificación del uso de la violencia -no siempre- en general existen en la sociedad algunas injusticias abiertas o escondidas que hacen que cunda la adhesión a las formas de lucha armada, frente a la incapacidad del régimen político para solucionar los problemas que se arrastran por años o décadas, o porque el régimen mismo es el problema. Esto lleva a una conclusión obvia: las democracias deben ser capaces de solucionar los problemas sociales y deben hacerlo a tiempo. Es decir, se requieren democracias eficientes, que procuren la justicia social, superar las condiciones de vida indignas, asegurando las libertades y derechos de los ciudadanos y permitiendo abrir cauces para el pleno desarrollo personal. En otras palabras, el régimen político y social debe ser justo y libre, participativo, capaz de responder a los desafíos emergentes, ser sustentable económicamente, debe facilitar el progreso social y ser un efectivo canal de desarrollo para las personas. De lo contrario, su propio desprestigio será un pasto fértil para demagogos y violentistas, para quienes quieren destruir el orden social desde siempre y para quienes se suman ante la desesperación del fracaso. Adicionalmente, la sociedad debe tener la capacidad de recuperar la importancia del debate racional, de la discusión de ideas, de la discrepancia legítima, del respeto al que piensa distinto. Y, sobre todo, comprender  que podemos tener adversarios, pero no enemigos.

La idealización o la justificación de la violencia -incluso su glorificación- han existido y van a seguir existiendo en las sociedades contemporáneas. No sería raro que las democracias indignadas comiencen a asumir la justificación de la violencia antisistema como uno de los puntos de su programa político, y que en el camino cuenten con aliados torpes, miopes o colaboradores de la destrucción del orden social. En ese camino, la democracia puede ser una fortaleza frente a la violencia y la destrucción o bien puede facilitar ambos males. No es necesario que la democracia contribuya de manera directa a su autodestrucción: basta que colabore a través de la mediocridad de la política, la incapacidad de avanzar hacia la libertad y la justicia social, la ingenuidad para enfrentar a quienes quieren destruirla o la ceguera frente a las lecciones siempre parciales –pero también siempre útiles-, de la historia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el domingo 1° de diciembre de 2019.