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La guerra y la paz

En las últimas semanas asistimos a la tragedia y el horror de la violencia, muchos hemos añorado esa paz en que vivimos hasta hace tan poco y cuya pérdida lamentaremos por mucho tiempo. Poco a poco parece que se comienza a tomar conciencia del daño que se ha provocado a las mismas personas que, se suponía, se beneficiarían de las movilizaciones. Pero esa conciencia, no puedo evitar señalarlo, ha sido tardía, parcial y vacía.

Nadie se hace cargo de la frivolidad con la que dirigentes políticos, periodistas, rostros de televisión e incluso autoridades de gobierno, celebraban las marchas “pacíficas”, mediante las cuales el país habría “despertado” y traería como consecuencia una sociedad más justa y solidaria. Ignorando convenientemente que esto comenzó con la evasión del Metro, seguida con ataques que destruyeron decenas de sus estaciones, saqueos de supermercados, locales comerciales, estaciones de servicio e infraestructura pública.

Día tras día, con la regularidad del pulso eléctrico, la manifestación era seguida de la destrucción y el vandalismo. Como era obviamente previsible, los enfrentamientos entre carabineros y encapuchados, cobraron sus víctimas; en esa dinámica era casi imposible que no se cometieran abusos, errores de procedimientos y lesiones graves. Pero muchos de los que alentaban las marchas pacíficas intentaban separarlas, rechazando tanto los abusos como la violencia.

¿Era razonable distinguir en los primeros días entre la marcha pacífica y los violentistas cuyo interés era la destrucción y la anarquía? Desde luego que sí, pero no después de que la dinámica se había repetido una y otra vez; entonces, la marcha, cuyo resultado era previsible, comenzó a evolucionar hasta convertirse, en los hechos, en la primera fase de la violencia: aquella que abría y daba cobertura a quienes, se sabía con certeza matemática, actuarían después. Exactamente lo mismo ha ocurrido últimamente con los llamados a paro de distintas organizaciones.

La violencia ha tenido una finalidad política obvia: la ingobernabilidad. Es, por lo tanto, un atentado a nuestro régimen democrático, pero no ha sido tratado así por periodistas exultantes ante lo que llaman “estallido social”; ni por el sistema de justicia, que no parece haber perseguido con el mismo celo el incendio y el saqueo que el perdigón del carabinero; ni menos por algunos parlamentarios que reclaman orden público, sin uso de la fuerza.

La historia enseña que la guerra tiene un costo y la paz demanda un precio, algo parecido ocurre con la anarquía y la democracia, los últimos días nos han mostrado que son demasiados los que en Chile creen que se puede tener anarquía sin costo y vivir en democracia sin pagar su precio.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por  La Tercera, el sábado 30 de noviembre de 2019.