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Democracia y orden público

En la base del contractualismo liberal, sobre el que se estructura la democracia representativa contemporánea, está el principio de la renuncia al uso de fuerza por parte del particular, quien, al “firmar” el pacto social, abandona la autotutela para entregarle al Estado el monopolio de la coerción en la imposición de las reglas comunes llamadas leyes. A partir de allí es que surge la obligación esencial de todo gobierno de cautelar el orden público, vale decir, impedir que unos pocos se apropien violentamente del espacio común. El gobernante que abdica de este deber pierde su legitimidad y está condenado a ser depuesto.

Cuando se comprende esto, se asume también que en la defensa del orden público la autoridad no está defendiendo su cargo ni sus privilegios, sino que está cumpliendo la primera obligación que tiene con los gobernados. En cualquier protesta que se escapa de los márgenes de la legalidad hay una apropiación injusta de bienes comunes, por eso en toda imagen que vemos de un conflicto entre manifestantes y fuerza pública hay un tercer actor que no se ve: el resto de la comunidad. Esa masa de encapuchados que quema y destruye es, antes que una amenaza para el carabinero o la autoridad, una amenaza real a la libertad y seguridad de toda la sociedad.

En principio, la acción represiva de la fuerza pública es siempre legítima; en la medida en que está cautelando el imperio de la ley y el deber de la autoridad política es ordenarle que mantenga ese imperio. Digo en principio, porque también en determinados casos la policía puede ser quien se sale de los márgenes de la ley y debe ser sancionada, pero cuando ello sucede es en el contexto del cumplimiento de un deber.

Por todo lo anterior es que la acusación constitucional contra el exministro del Interior Andrés Chadwick me parece tan equivocada y, más aún, me resulta incomprensible que parlamentarios con credenciales democráticas se puedan sumar a una acción que, por su carencia de fundamentos conocidos, va a erosionar la legítima autoridad del gobierno y del ministro del Interior -cualquiera este sea- en el cumplimiento del primero y más fundamental de sus deberes.

Aún no hay siquiera una sentencia judicial que declare el actuar ilegal de algún funcionario policial y ya un grupo de diputados acusan al exministro por su responsabilidad política. Acudiendo al dicho popular tan en boga, eso sí que es pasarse varios pueblos.

El problema es que esto constituye una amenaza para el ministro Blumel y para todos los que le sucedan, en perjuicio de la seguridad y libertad de las personas que son quienes necesitan de una autoridad fuerte que les garantice el orden público. Eso dice, al menos, el pacto social.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera, el sábado 2 de noviembre de 2019.