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De nuevo el fin del mundo

Solíamos mantener la muerte cerca, incluso la mirábamos a la cara: la calavera sobre la mesa junto a los libros, la tumba al lado de la iglesia, la cripta bajo el suelo donde nos arrodillábamos… Manteníamos la muerte cerca para recordar que tenemos que morir. Temíamos a la muerte, pero era un miedo muy saludable. Nos hacía vivir una vida mejor. Mirando a los muertos, nos mirábamos a nosotros mismos. Contemplando el misterio de la otra vida, nos interesábamos activamente en el misterio de esta vida.

Por alguna extraña razón”, dice G.K. Chesterton, “el hombre debe plantar siempre sus árboles frutales en una tumba. El hombre solo puede encontrar la vida entre los muertos”.

Pero él vio que íbamos a perder nuestro fructífero miedo a lo morboso. Ahora hemos escondido nuestros cementerios, y lo que es más, como predijo Chesterton, hemos vuelto a la costumbre pagana de la cremación. Hemos esparcido nuestras cenizas, y el viento ha dispersado la memoria de los muertos. Hemos dejado de pensar en la brevedad de esta vida, y en ese proceso hemos dejado de pensar también en la amplitud de la eternidad. Y ha tenido lugar una extraña pérdida de equilibrio, incluso una pérdida de cordura, que es lo que sucede cuando se pierde el equilibrio mental y espiritual. Solíamos temer a la muerte. Ahora, por el contrario, tememos a la vida. Solíamos temer las cosas anormales, como la perversión sexual o hacer una carnicería con un bebé en el vientre de su madre. Ahora tememos las cosas normales, como el clima.

Ya no echamos la elocuente palada de tierra sobre el féretro, porque ahora la tierra se ha convertido en algo más sagrado que los muertos. Mutilamos nuestros cuerpos de las formas más antinaturales, y sin embargo nos inquieta sobremanera consumir demasiado aire o demasiada agua o demasiado pan. No nos preocupa estar destruyendo nuestros hogares particulares con el adulterio y el divorcio y la anticoncepción y el aborto, pero nos preocupa obsesivamente estar destruyendo nuestro hogar común, la tierra, al encender la luz, cultivar cereales, comer carne o conducir el coche. Hemos desarrollado miedo a los instrumentos primarios y principales de la civilización (el fuego, la granja y la rueda) porque podrían modificar la tierra y el cielo. Tememos las cosas normales y humanas porque hemos olvidado a los muertos. No les leemos, no les recordamos, y hemos olvidado quiénes somos. Hemos olvidado que somos civilizados. La civilización siempre ha modificado los bosques. En cuanto el arado rompe el suelo, el hombre proclama su supremacía sobre la naturaleza. Pero ahora nos acobardamos ante el clima.

Podemos predecir las estrellas, dice Chesterton, pero no podemos predecir las nubes. Es sorprendente que siga teniendo razón sobre eso. A pesar de nuestros sofisticados equipos meteorológicos, seguimos sin poder predecir las nubes. Seguimos sin poder pronosticar infaliblemente si mañana brillará el sol o lloverá. Por supuesto, eso no nos impedirá seguir con atención la información sobre el tiempo. Es algo inofensivo si estamos planeando un picnic. Pero es un asunto grave (¡ay!) si hemos decidido meternos en la selva siguiendo al profeta más consistentemente equivocado de la historia: el hombre del tiempo.

Escuchemos a Chesterton hablar del tiempo: “En los días de un azul brillante, mi humor se hunde levemente; parece haber algo despiadado en un clima perfecto. En los días claros y fríos, mi humor está normal. En la niebla, mi humor se viene arriba; parece el fin del mundo, o mejor aún, una historia policíaca”.

Paradójico y profundo, como era de esperar. El buen tiempo le deprime, el mal tiempo le anima. Y él ve el fin del mundo en el tiempo. También ve un misterio. La niebla está llena de enigmas. Pero la finalidad, en cierto punto, es cierta.

Ahora tenemos al hombre del tiempo anunciándonos el fin del mundo. No es el primer profeta que hace esa predicción. Dice Chesterton: “Es muy natural, pero bastante engañoso, suponer que nuestra época será la del fin del mundo, porque ella verá nuestro fin”.

Y, sin embargo, una de esas veces será realmente el fin del mundo, incluso si es un profeta que va dando tumbos quien lo dice.

Para el cristiano, la revelación final es algo bueno, es el apocalipsis, el desvelamiento, la solución al misterio, la explicación no solo de todas las cosas, sino de la cosa más misteriosa: nosotros mismos. Chesterton no nos puede ayudar, pero sí anticipar lo que, en realidad, hemos estado todos esperando: “Nadie conocerá a su prójimo hasta el fin del mundo”.

Pero, solo una idea… ¿Qué pasa si los alarmistas del cambio climático tienen razón? ¿Y si no hacemos caso a sus advertencias? ¿Y si continuamos en esta vía de destrucción? ¿Y si no hay nada que pueda detenernos? ¿Y si acabamos todos ardiendo, si no a toda prisa, sí de forma lenta pero segura?

A esos que habrán perdido la esperanza de salvar la tierra, ¿les preocupará salvar su alma? ¿Pensarán en Jonás y en Nahum, y en Nínive? ¿Acaso alguno se arrepentirá?

En vez del ruido atronador de los cascos de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, quizá el Juez venga al paso, tal vez incluso a lomos de un burro, pero sin fanfarria ni trompetas. Quizá desmontará tranquilamente y apagará las luces en silencio. El calor será eterno, pero todas las estrellas se apagarán. Es solo una idea…

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por The Catholic World Report, el martes 2 de julio de 2019. La traducción es de Carmelo López-Arias y para  Religión en Libertad