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El fin del Instituto Nacional

El Instituto Nacional arde. Este mes de agosto, encapuchados han ocupado la azotea del establecimiento como plataforma para lanzar bombas molotov y golpear a cualquiera que ose confrontarlos. Carabineros y apoderados, los afectados directos. El alcalde Alessandri, exhausto, reconoce que no se la puede solo: indicio del poco o nulo respaldo de la máxima autoridad política. La exigencia de cédula de identidad a menores de edad -que legalmente no están obligados a portarla- y las quejas del rector o de un centro de padres tardíamente unificado no cambian en nada la situación que se viene prolongando por todo este año, agravada por la insólita ineficacia de la represión policial y la debilidad del aparato de inteligencia.

El viejo consenso, es decir, los nostálgicos de la Concertación y buena parte del oficialismo, echa de menos el liceo como institución pluralista y promotora de virtudes cívicas. Otros apelan al sello «institutano» para llamar a la conmiseración nacional. Pero el viejo liceo ya fue, murió. Y la etiqueta de «institutano» no conmueve a casi nadie en un país en que dos tercios de sus hijos se educan en colegios particulares, sean subvencionados o no.

Esa misma clase política es incapaz de procesar la naturaleza de la violencia que ha acelerado la decadencia del IN: «es una violencia destructiva, pero no tiene discurso«; «estos grupos no hablan«, dicen. En este caso, el discurso es la violencia misma. Como lo atestiguan los operativos posteriores a los incidentes, se trata de un grupo anarquista. Una rama de la extrema izquierda de relación compleja con las demás, pero con las que está aliada tácita o explícitamente para capturar las instituciones y destruir el orden establecido que simboliza una escuela bicentenaria.

La solución pasa por algo más que cerrar el IN. Acaso esto sea una oportunidad para empujar una agenda educativa radicalmente distinta, que lea los crudos signos del presente. El Estado chileno no está preparado para proveer educación, no solo por sus rigideces y su discreta calidad, sino porque las tensiones de la sociedad se reproducen dramáticamente en su seno, debido a la evidente dimensión política (y político partidista) de este sistema. La universalización de la educación particular -con vouchers-, sustantivamente más a cubierto de la actividad reguladora del Estado, sería por tanto mucho más inmune a una relación conflictiva con el poder político.

Mientras tanto, la clase dirigente hace como que no pasa nada, ante un IN que se sigue quemando. No sea que por esta desidia el incendio se propague a otras instituciones y a la democracia misma.