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Un contenido obligatorio común

Durante muchos siglos y hasta bien entrado el XVIII, las principales mentes jurídicas de occidente se preocuparon por determinar el contenido, al menos el básico, que debía tener todo Derecho que fuera merecedor de ese nombre, contenido que podía ser descubierto a partir de la propia naturaleza humana. De ahí que se hablara de un “Derecho Natural”.

Sin embargo, esta fe en descubrir –no inventar–, al menos ciertos contenidos fundamentales del Derecho, se licuó, particularmente desde el siglo XIX y hasta el día de hoy, pues se extendió por vastos sectores la idea según la cual, lo bueno y lo malo dependen de cada uno y de sus circunstancias, siendo imposible una fundamentación racional a su respecto (de ahí su nombre: “no cognitivismo” ético). En consecuencia, sólo se consideraba legítima una decisión valórica si esta había sido también aceptada por quien se veía afectado por ella, siendo la forma típica para lograr esto último, el consenso democrático.

Sin embargo, desprovisto de puntos de referencia objetivos, el orden jurídico de varios países derivó en totalitarismos –cuyo culmen fue la horrorosa experiencia de la Segunda Guerra Mundial–, al haberse transformado al Derecho en una espada de doble filo. 

Es por eso que luego de este megaconflicto, surgieron varias voces que volvieron a exigir contenidos mínimos para cualquier Derecho que se considerara legítimo, no bastando con la existencia de meros procedimientos formales para la creación de las leyes, pues a fin de cuentas, por muchos procedimientos que existiesen, el Derecho seguía siendo un recipiente vacío rellenable con cualquier contenido.

De esta manera, los derechos humanos irrumpieron como una estrella polar obligada para el mundo jurídico, al punto que su respeto y promoción –y no sólo su defensa teórica– pasaron a ser indispensables e ineludibles para muchos países, a fin de legitimarse tanto internamente como ante la comunidad internacional. Mas, si el “no cognitivismo” ético seguía en boga, ¿en qué pretendían fundarse los derechos humanos? ¿Cómo arribar a un punto de apoyo sólido en un mundo de incertezas valóricas y, por tanto, jurídicas?

En un escenario así, el único fundamento posible siguió siendo el consenso, pero no de un país en particular, sino global, esto es, internacional. Así, en un mundo que avanzaba a pasos agigantados hacia la globalización, se consideró que había que llegar a un consenso universal respecto de los derechos humanos, que debían inspirar los ordenamientos jurídicos nacionales, buscando así contenidos comunes al menos a nivel regional, cuando no mundial.

Sin embargo, con el paso del tiempo, los acuerdos a los que efectivamente se llegó resultaron demasiado generales y difíciles de modificar (al requerirse otro consenso igual al que les diera origen), lo cual hizo que diversos organismos internacionales (comisiones de derechos humanos y tribunales internacionales) terminaran monopolizando la interpretación de estos tratados de derechos humanos y, por tanto, determinando su real contenido.

Y en esta tesitura nos encontramos hoy: que la determinación de cuáles son y cómo deben implementarse los derechos humanos, está entregada a organismos cada vez más lejanos y faltos de control, que han encontrado así la forma de imponer su visión del mundo, en nombre de unos derechos humanos cuyo derrotero y evolución controlan ellos y a los cuales, por muy arbitrarios que puedan ser, es cada vez más difícil resistir.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y Director de la carrera de Derecho de la Universidad San Sebastián.