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Una democracia tutelada

Constituye un lugar común en nuestros días –al punto de haberse transformado en algo indiscutible– que el sistema democrático es el único legítimo, en razón de permitir que no solo los pueblos, sino que también los ciudadanos de a pie puedan expresar sus preferencias y en definitiva, logren de este modo autogobernarse.

Así, en un mundo que ha perdido las certezas morales respecto del bien y del mal, la democracia se presenta como la arena idónea para el debate civilizado, en la cual las diversas posturas pugnan por alcanzar el poder para intentar poner en práctica su modelo de sociedad.

Sin embargo, si se mira con atención, se percibe que de manera creciente, han ido surgiendo diferentes “carteles prohibitivos” para esta democracia, supuestamente libre.

En efecto, cada vez existen más “zonas intocables” para las decisiones democráticas. Y tal vez la más “intocable” de todas sea la relativa a los derechos humanos, en particular de aquellos que son impulsados desde instancias internacionales. 

De esta manera, diversos organismos que transcienden las fronteras y las nacionalidades, están creando a nivel internacional una auténtica hoja de ruta (los derechos humanos), supuestamente en nombre de la comunidad internacional y de los consensos alcanzados por ella en su momento (fruto de una especie de democracia internacional) mediante los tratados suscritos. Y decimos “supuestamente”, porque lo que está primando cada vez más no son estos textos acordados, sino la interpretación –a veces bastante “original”– que emana de estos organismos (tribunales internacionales y comisiones o comités de derechos humanos, todos creados por estos mismos tratados), que de manera creciente se alejan más de los textos a los que en teoría sirven.

Por tanto, fruto de esta labor, que nadie controla y que es ignorada por la ciudadanía (la supuesta detentadora del sistema democrático), se está “marcando el camino” –y de manera cada vez más acotada– a las decisiones que una democracia puede y debe tomar para que sea considerada legítima desde la perspectiva de estos organismos, surgiendo así un conjunto de materias vedadas o al contrario, obligatorias para ella.

En consecuencia, se puede decir sin temor a equivocarse, que pese a su constante perorata en sentido contrario, nuestras actuales democracias son bastante menos libres de lo que creen. De ahí que pueda hablarse a este respecto de una “democracia tutelada” o “protegida” por estos derechos humanos, dictaminados desde las alturas internacionales, verdaderos oráculos de lo correcto y sobre los cuales no existe ningún control popular.

La situación no sería tan grave si existiera un ethos común al interior de nuestra civilización, o también si se confiara en que lo bueno y lo malo son materias que pueden fundamentarse racionalmente. Pero por desgracia, si de algo carecemos en la actualidad es de certezas morales, precisamente cuando más las necesitamos. De ahí que conscientes de este problema, en el ámbito internacional la idea original haya sido arribar a acuerdos; acuerdos que están siendo dejados de lado por estos organismos internacionales, que pretenden erigir sus opiniones –bastante discutibles, dicho sea de paso– en una verdad evidente e irresistible, que limita nuestras democracias cada vez más.

Nota: El autor es Director de la carrera de Derecho en la Universidad San Sebastián. Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción.