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Mucha droga, poco interés

La reciente encuesta sobre drogas en la Educación Superior, en la que participaron más de 8.500 estudiantes que estadísticamente representan al 10% de los alumnos de su edad, arrojó resultados lamentables, tristísimos.

Sólo un dato para animar al lector a ingresar a la muestra completa: el 50.4% declara haber consumido marihuana en el último año y el 33.1% reconoce haber usado esa droga al menos en el último mes.

Como complemento a la encuesta  -aunque es un trabajo anterior-  conviene asomarse a la magnífica aportación de Ana Luisa Jouanne en el libro colectivo La Juventud Extraviada, publicado por la fundación Jaime Guzmán E., bajo la edición de María Jesús Wulf. Lo más impresionante de ese texto es el cambio  -para mal-  en la percepción de riesgo del consumo de marihuana. Un índice que se deteriora y va en caída libre.

Para cualquier profesor universitario mediamente interesado por sus alumnos  -o sea, aquéllos que son perseguidos por la izquierda para quitarles su influencia-  los datos mencionados sólo corroboran la percepción que tiene de lo que sucede con algunos de sus alumnos en cuanto a sus hábitos de trabajo, a su frecuente ausentismo, a su comportamiento en patios y actividades. Si se abren los ojos, se ve claramente lo que está pasando. Y se huele, además.

Obviamente, no es la educación superior el ámbito en que los jóvenes se inician en la droga, ya sea en el consumo o, incluso, en el tráfico. Gran parte de los adictos adquirió el vicio en la enseñanza media; y por cierto, lo mantendrán y acrecentarán, dramáticamente, en sus primeras y segundas etapas laborales. (Hoy mismo me senté por media hora en un banco anexo a un edificio de Providencia, sí en pleno patio común a las oficinas, y pude apreciar un intercambio y cuatro consumos entre empleados “en colación”. Así no más).

Para las instituciones de educación superior, la tarea va a ser titánica.

Primero, tendrán que vencer la resistencia que hoy tienen la mayoría de sus autoridades a decir la verdad sobre sus estudiantes, a los que algunos les temen patológicamente. Y lo que es más importante, tendrán que decirles a sus propios alumnos lo mal que están. Muy bien que se desarrollen políticas preventivas, pero hay que ser muy directos y sinceros para reconocer la gravedad del tema y transmitirla a los estudiantes. Resultan encantadores los campus libres de humo (de cigarro) mientras ciertos rincones colapsan con marihuana.

Justamente, además, respecto de esos rincones, habrá que disponer nuevas medidas de control, nuevos protocolos de prevención y nuevas medidas de sanción (difícil, porque hoy los protocolos sólo tienen prestigio si previenen y sancionan abusos sexuales, lo que está muy bien, pero es insuficiente por completo). Toda persona que circula por un campus universitario sabe ¡exactamente! dónde y cuándo se consume. No hay misterios, porque la tolerancia ha sido máxima.

Los servicios de salud estudiantil tendrán que implicarse mucho más también, pero, además, habrá que estudiar hasta qué punto puede negarse a los padres de los alumnos la información que se posea sobre las situaciones de adicción de sus hijos. Son mayores de edad, sí, pero seguramente muchos viven aún en dependencia económica de sus familias. Negarse a estudiar el modo prudente de informarles sobre este flagelo, puede llegar a ser un ocultamiento de ésos que hoy no se perdonan.