- VivaChile.org - https://viva-chile.cl -

La catedral de París

¿Qué se quemaba mientras se quemaba, el lunes por la tarde, Notre Dame de París? ¿Qué catástrofe monumental vislumbrábamos mientras temíamos que se viniera abajo el templo católico más simbólico de Europa? ¿Qué resorte oculto de nuestras vidas se esconde en esa catedral gótica cuya construcción comenzó hace más de ocho siglos y que ha sobrevivido, impertérrita, a guerras y revoluciones?

No resulta fácil responder estas preguntas, pues cada una de ellas toca fibras muy íntimas de Occidente. La cantidad de reacciones -y donaciones- lo confirmó: el incendio no dejó indiferente a nadie, no podía dejar indiferente a nadie. De algún modo, las llamas y la aguja caída nos recordaron que hay un pasado que nos antecede, del que somos deudores y que constituye nuestra identidad, aunque no tengamos mayor conciencia de él. Se trata de datos elementales, pero que el mundo contemporáneo tiende a olvidar con facilidad. Estamos tan obsesionados con las ideas de futuro, progreso y autonomía individual, que dejamos de comprender cuán profundo e irrenunciable es nuestro vínculo con el pasado.

En ese sentido, el incendio fue una especie de alerta: por más seguro que lo consideremos, el pasado también puede perderse. La herencia que recibimos de nuestros ancestros solo permanece allí donde es cultivada y preservada por los vivos.

El pasado no muere con el paso del tiempo, sino que muere cuando los vivos dejamos de incorporarlo a nuestro presente. Después de todo, la historia está plagada de magníficas civilizaciones que han perecido sin más, y que hoy solo nos interesan como arqueología. Por allí pasa, intuyo, el fantasma que nos acechó el lunes: ¿seguiríamos siendo los mismos si la catedral de París se esfumara? ¿Podríamos continuar nuestro camino si ese pasado simplemente se desvaneciera?

Europa enfrenta hoy el desafío colosal que plantean estas interrogantes. Hasta ahora, el Viejo Continente ha intentado convertirse en un mercado abierto, regulado por normas jurídicas puramente formales, renunciando explícitamente a cualquier vínculo con su historia. Ejemplo de aquello fue la exclusión de toda mención a las raíces cristianas de Europa en el proyecto de Constitución de 2005. Los mismos billetes que circulan en el espacio común también lo demuestran: en ellos no hay monumentos ni personajes señeros, ni alusión alguna a la historia. Solo hay figuras abstractas y desencarnadas, que no remiten al pasado compartido. Pero, ¿cómo construir futuro sin referirse a Erasmo, a Victor Hugo, a Cervantes?

Desde luego, la pregunta que el incendio de Notre Dame obliga a formular es si, en un mundo plagado de conflictos culturales muy agudos, dicha vía sigue siendo apropiada.

Naturalmente, un desafío de esta naturaleza tiene sus propios tiempos y no puede ser asumido desde el culto a la inmediatez. Por lo mismo, resulta cuando menos perturbadora la premura de Emmanuel Macron, quien prometió reconstruir la catedral en menos de cinco años. Para peor, lo hizo sin tener a la mano ningún diagnóstico serio respecto de los eventuales daños estructurales. El mandatario galo parece estar pensando en sus propios tiempos políticos y en las próximas Olimpíadas, a celebrarse en París el 2024, pero todo indica que el horizonte debería ser radicalmente distinto.

Allí reside, quizás, el principal punto ciego de la política contemporánea. En efecto, esta parece condenada a operar bajo una perspectiva de corto plazo, en función de los períodos electorales. Así, las democracias actuales no cuentan con las herramientas apropiadas para mirar más allá de sus propias narices e inscribirse adecuadamente en una línea larga de tiempo.

Notre Dame fue construida durante siglos, por generaciones y generaciones que se tomaron todo el tiempo necesario para que dicho monumento reflejara fielmente aquello en lo que creían, y que está en el origen de nuestro mundo. No es casual que ocho siglos después siga allí: una civilización no se edifica de la noche a la mañana. Por lo mismo, el reto no es restaurarla a la mayor velocidad posible, sino que hacerlo con todo el cuidado necesario. Si allí efectivamente hay un tesoro que merece ser transmitido, el tiempo no puede ser el criterio decisivo.

Nada de lo dicho implica que ese pasado deba ser preservado desde el inmovilismo. Una tradición viva es siempre dinámica y, por lo mismo, se enriquece constantemente mediante la incorporación de elementos nuevos. De hecho, la catedral de París que conocimos era el fruto de una profunda renovación, efectuada en el siglo XIX por Eugène Viollet-le-Duc.

No obstante, la tentación moderna va mucho más allá, e implica una ruptura profunda con el pasado. Dicho de otro modo, todos quieren restaurar Notre Dame, pero hay dos modos llevarlo a cabo. Algunos quisieran hacerlo como si fuera un museo, mientras otros aspiran a restaurar el centro vital de una civilización. Esa, y no otra, es la decisión que deben tomar los franceses, y en ella Europa se juega buena parte de su destino.

De algún modo, las llamas y la aguja caída nos recordaron que hay un pasado que nos antecede, del que somos deudores y que constituye nuestra identidad, aunque no tengamos mayor conciencia de él.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio en el cuerpo Reportajes del domingo 21 de abril de 2019.