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Salud mental estudiantil

El nuevo tema que instalan en la discusión pública las dos principales federaciones del país, FECh y FEUC, es el de la salud mental estudiantil.

No cabe ninguna duda de que un porcentaje pequeño de los alumnos universitarios padece patologías que requieren de tratamiento. Qué tiene eso de extraño en el contexto de un país que presenta malos índices en la materia hace una buena cantidad de años. Sebastián Burr, en su monumental «Hacia un nuevo paradigma sociopolítico«, dedicaba ya en 2010 páginas notables a este drama.

Pero hoy el punto es otro.

La pretensión de las federaciones no apunta solamente a obtener mejores prestaciones en los servicios de salud estudiantil, sino también a poner en jaque un criterio fundamental para la vida universitaria: la alta exigencia.

Antes fue la lucha por la gratuidad, después vino la inclusión, y en los meses últimos, el énfasis se ha puesto en el acoso. La cadena necesita un nuevo eslabón: las izquierdas han luchado por obtener educación universitaria gratuita; después han conseguido que se multipliquen las formas de admisión mezclando a alumnos de niveles académicos previos muy diversos; últimamente han acorralado a las autoridades y a los profesores, exigiendo protocolos invasivos de la libertad de cátedra. Ahora viene el siguiente paso: quieren estudiar menos horas, para evitar así estresarse y enfermarse (en paralelo, ya se sabe, se propone la semana laboral de 40 horas).

Quienes piden -ya exigirán- esta rebaja de niveles, saben cómo son sus compañeros, en qué coordenadas se mueven, de qué mundo vienen.

Saben que desde pequeños les han consentido casi todo en sus casas y que sus profesores escolares no han podido exigirles, porque los papitos estaban siempre dispuestos a protestar y demandar; saben que consideran la selección como un camino discriminatorio (y, claro, reprobar un ramo es fácilmente asociable a discriminación); saben que los jóvenes ya no perciben el riesgo en el consumo de marihuana (bajó del 51,3% al 21,5%, entre 2001 y 2015) y que eso se traslada de a poco al resto de las drogas y fármacos; saben que sus compañeros vienen carreteando dos, tres y cuatro veces por semana, desde los 15 años; saben que mayoritariamente carecen de hábitos de estudio y de responsabilidad; saben que admiran en la generación inmediatamente mayor la autonomía con que manejan sus vidas: alta rotación laboral, viajes continuos, rechazo de los compromisos; y, finalmente, saben que sus compañeros han sido consumidores de atención psicológica y psiquiátrica desde muy niños.

Y, por supuesto, saben que esos son los sujetos a los que les piden el voto. Mira que van a decirles que tienen que esforzarse más, que se dejen de carretear 15 a 20 horas por semana, que vean el estudio como un trabajo de adultos.

Saben también los dirigente estudiantiles de las izquierdas que al perder la gratuidad por exceder los años de estudio permitidos, las finanzas de las universidades y el malestar de los alumnos excluidos del beneficio se aunarán, para pedir sutil o brutalmente que se deben mejorar los índices de aprobación.

Días atrás, un profesor me decía. «Hasta hace tres años, la brecha entre los mejores y los peores de mi curso era de 3,5 puntos; hoy se ha extendido a 5 puntos; antes era entre el 6,5 y el 3; hoy es entre el 6 y el 1«.

¿Qué hacer? ¿Bajar el nivel de exigencia ante las crisis de pánico, las incapacidades de concentración y otras argumentaciones? ¿Acortar la brecha de nuevo a solo 3,5 o 3 puntos y permitirles a los mejores que demuestren su nivel o perjudicarlos nivelando para abajo?

Y eso que todavía falta el ataque a la selección como criterio para acceder a la universidad. Está en carpeta. Ya vendrá.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio