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La inteligencia en huelga

En 1957, la escritora ruso-norteamericana Ayn Rand (1905-1982) publicó “La Rebelión de Atlas” (“Atlas Shrugged”), monumental novela filosófica traducida en catorce idiomas y más de 35 millones de copias vendidas. Encuestas realizadas por The New York Times y la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos determinaron que este es el libro que más ha influido en la vida de los estadounidenses, después de La Biblia. Fue publicado hace 53 años, bajo el predominio de hegemonías políticas e ideológicas irreconciliables, pero su actualidad la ratifica el interés de los actores Brad Pitt y Angelina Jolie que adquirieron sus derechos para adaptarla al cine.

La narración nos traslada a una sociedad gobernada por burócratas convencidos de que la moralidad es un código de conducta impuesto por capricho: el capricho de un poder sobrenatural o el capricho de los hombres para servir el bienestar del prójimo; para complacer a una autoridad más allá de la tumba o los deseos de quien vive en la puerta del lado. Siglos de tiranías y esclavitud, menosprecio a la inteligencia, restricciones a la libertad y socialismo, desencadenaron la descomposición política, económica y social más absoluta. Estigmatizados por su excelencia, capacidad, talento o riqueza, un puñado de profesionales, empresarios, obreros, intelectuales, profesores, científicos, jueces y artistas paralizan sus actividades y buscan refugio en La Atlántida, el misterioso lugar de montaña donde aguardan condiciones favorables para su triunfal regreso. Los huelguistas encarnan al mítico Atlas, el formidable titán que carga el mundo sobre sus hombros. Es la sublevación de la mente humana, el motín más contundente, devastador e incontrarrestable de cuantos podamos imaginar.

Los gobernantes intentan sobrevivir con sus anti-valores y apuntan al “egoísmo de unos pocos” como detonante del caos. La debacle es total y no hay quien pueda revertirla. Ya no están los proveedores de alimento, medicinas y vestuario; los que crean industrias, producen energía y generan empleos. La inteligencia está en huelga y el desenlace es angustia, dolor y miseria.

En un vibrante discurso transmitido por cadena de radios a todo el país, John Galt, el líder de los huelguistas, explica los motivos de la rebelión y su férrea voluntad de mantenerla mientras imperen las circunstancias morales que la originaron: “Soy quien te ha arrebatado a los hombres y mujeres que odias pero temías perder. No intentes encontrarnos. No queremos ser encontrados. No digas que nuestro deber es servirte. No reconocemos ese deber. No digas que te pertenecemos porque sólo obedecemos a los dictados de la razón, de nuestra mente, de nuestra felicidad. Y como según tu moral somos malvados, no te lastimaremos más. Nosotros, hombres y mujeres de razón, estamos en huelga. No supliques que regresemos”.

La intransable adhesión de Ayn Rand a la libertad y autonomía del ser humano dio forma al Objetivismo, pensamiento filosófico que desarrolló con enunciados en metafísica, epistemología, política, ética y estética. “Mi filosofía –dice– concibe al hombre como un ser heroico cuyo propósito moral de vida es su propia felicidad; y a la razón, como la única fuente de conocimiento, guía de acción y medio básico de supervivencia del ser humano”.

Son los postulados que permitieron a Ayn Rand construir héroes de carne y hueso, atractivos, racionales y libres; mujeres y hombres virtuosos, de intelectos superiores y dispuestos a enfrentar a los místicos del músculo y místicos del espíritu con la única arma moralmente válida de que disponen: paralizar, abandonar sus tareas, dejar de producir. Son las premisas que trasuntan las 1.113 páginas de “La Rebelión de Atlas” y transforman esta obra en un himno a la razón, a la felicidad, a la vida. Es la hipótesis que inspira toda la producción filosófica y literaria de Rand, particularmente explícita en sus novelas “Los que vivimos” (“We the living”, 1936) y “El Manantial” (“The Fountainhead”, 1943), cuya versión fílmica dirigió King Vidor y protagonizaron Gary Cooper y Patricia Neal (1949).