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Una amistad que no se paga a ningún precio

“El amigo es aquel que es como otro yo” (Cicerón, De Amicitia, 21,8) En el mar las tormentas son dueñas del pánico, mucho más si ocurren durante la noche: no se ven estrellas, ni luna, ni luces en la costa que puedan orientar al angustiado pescador. En cierta ocasión un padre de familia, que era pescador, navegó con sus hijos a unas cuantas millas de la costa mar adentro para pescar lo que sería el sustento familiar del día siguiente. Su pensamiento se dirigía a su esposa quien los esperaba ansiosa en el jardín de la casa familiar la cual no distaba mucho de la playa. Entró la noche y con ella la tormenta, la esposa, al ver que su esposo y sus hijos no regresaban a tierra y presintiendo algo terrible que hubiera acabado con su razón de ser madre y esposa, tomó una mecha empapada en aceite, le prendió fuego y la lanzó al techo de la casa familiar, en pocos instantes la casa se convirtió en una hoguera que subía hacia al cielo, ¡qué locura! ¡Bendita locura de una madre que ama! El padre con sus hijos, al ver la hoguera supieron dónde se encontraban –ya que la borrasca y la oscuridad los había desorientado y esa noche no hubieran regresado a casa–, pudieron bregar hacia la costa y encontrar a una madre que los esperaba como lo más grande de su vida, ese otro yo del que habla Cicerón que era lo más importante. Una familia donde la amistad no se pagaba a ningún precio.

¿Quién no se ha interrogado sobre una posible definición de amistad? Algunos con talento práctico habrán esculcado las páginas de cualquier diccionario para dar con la respuesta, otros más pragmáticos hubieran navegado en Internet tratando de pescar la respuesta a su duda. Quizá el de menor interés habrá preguntado a su maestro de valores o a sus amigos. Pero ¿cómo conocer la verdadera “amistad”? Amistad con los empleados de mi empresa, con los amigos de clase, con los amigos de mis amigos… Algunos opinan que la amistad es una verdadera interacción de cualidades y pareceres semejantes entre dos personas, es verdadera porque está llena de confianza. ¿Y qué tiene que ver la familia en este asunto? Hay hermanos que no son amigos, esposos que no se tienen confianza, primos que no se conocen… no hay amistad. En la familia la amistad es el eslabón que une todas las características propias de la misma.

San Pablo, que no investigaba en diccionarios, ni mucho menos accedía a internet, pero que sí era un hombre con mucho sentido común escribió a los Efesios: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella”, “El que ama a su mujer se ama a sí mismo”, “y la mujer, que respete a su marido”, “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo”, una serie de consejos de cómo vivir cristianamente el matrimonio y, en consecuencia la vida familiar, para aquellas personas que años atrás no conocían absolutamente nada a cerca de Cristo.

Y es que es de sentido común, para cualquier persona, que el matrimonio no debe ser un negocio o una simple unión de palabras en aquella hermosa y recordada ceremonia donde se prometieron amor eterno y sellaron una alianza en la entrega de los anillos; más que eso el matrimonio, sobre el que se va a fundar una nueva familia, debía estar marcado desde un inicio con el sello de la amistad: respeto, amor que se demuestra en la ternura y en el cariño, sinceridad, comprensión entre los esposos y de los esposos con los hijos, en definitiva: una familia donde los integrantes no son padres, ni madres, ni hermanos, sino algo más que eso: amigos porque el amigo comprende, el amigo corrige, el amigo comparte las angustias y pesares así como los éxitos; en una auténtica familia donde verdaderamente hay amistad, los éxitos de uno son los éxitos de todos, donde el dolor de uno es el dolor de todos.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Virtudes y Valores: catholic.net.