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Sobre “cotas”, universitarios y vocación pública

Mucho se ha discutido sobre el compromiso social de los universitarios, el rol país de las universidades y la vocación pública de éstas, principalmente gracias a Felipe Berríos y sus “cotas” del 3 de enero (si alguien aún no se ha enterado de la polémica puede revisar la columna “Extranjero en su país”, Revista Él Sábado, El Mercurio). Independiente de cualquier otro juicio posterior, la columna del padre Berríos no sólo ha tenido el merito de provocar una discusión muy interesante, sino que además, detrás de ella es posible advertir una buena intención. Es legítimo y necesario querer cuestionar qué tan comprometidos estamos los universitarios con nuestra sociedad, o dicho de otro modo, preguntar cuál el estado actual del compromiso social de los universitarios.

Quienes hemos recibido más y mejor educación efectivamente estamos llamados a disponer nuestros talentos al servicio de los demás, aunque muchas veces lo olvidemos. En esto hay un punto digno de considerarse, y que nos interpela a todos los que hoy podemos decir, gracias a Dios, que estudiamos en la universidad. Especialmente si no lo hacemos en una cualquiera, sino que en una de excelencia académica, alto prestigio, y/o adecuada infraestructura. En nuestro país son contadas con los dedos de las manos las que reúnen todas esas características, y por mismo es mayor aún es la responsabilidad que muchos tenemos con nuestro entorno. Sin caer ni en mesianismos ni en egocentrismos inadecuados, la tarea que tenemos por delante es titánica, y debemos tomar conciencia de ello, porque Chile nos necesita.

Lo importante, eso sí, es analizar cuidadosamente y sin prejuicios qué significa realmente y en qué se traduce en la práctica el compromiso social de los universitarios. No debemos olvidar que el mayor aporte que podemos hacer quienes estamos en la universidad es aprovechar al máximo posible nuestros años de estudios. Es la única manera de adquirir las herramientas técnicas y la formación ética que nos permitirán contribuir al Chile del mañana. Esto lo dejamos de lado muchas veces, por lo que siempre es importante recordarlo.

Especialmente importante es la formación ética, porque es cierto que los conocimientos técnicos no bastan por sí solos. Pero por lo mismo, tanto o más importante que los encuentros y las reflexiones pluralistas –tan idealizados hoy en día–, son los espacios de instrucción y enseñanza de los fundamentos antropológicos y morales más básicos, especialmente en las universidades de inspiración cristiana, en las que la protección y promoción de la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, no pueden resultar indiferentes. Si las universidades cristianas y católicas no aportan al diálogo desde su propia identidad y especificidad, nadie lo hará en su lugar.

Nada de lo dicho anteriormente impide que los jóvenes universitarios trabajemos desde ya para solucionar los problemas de nuestro entorno. Al contrario, resultan muy valiosos y recomendables los voluntariados sociales y los trabajos en centros de alumnos, federaciones estudiantiles, organizaciones pastorales y tantos otros. Pero en esas actividades no está ni lo más importante ni la esencia de la vida universitaria –aunque a los jóvenes nos de lata reconocerlo–. Y más importante aún, no hay que confundirse: no cualquier manifestación, actividad o “acto de preocupación por los demás” es sinónimo de compromiso social verdaderamente universitario. ¿O acaso las revueltas estudiantiles, los lienzos y las pancartas aludidas en la ya famosa columna del padre Berríos agotan el aporte que Chile necesita y espera de los jóvenes que estudian en la universidad?

Para realizar este análisis con serenidad, altura de miras y afán de verdad, lo peor son los prejuicios. Es importante preguntarnos si “bastará mirar la ciudad desde lo alto y luego enterarse de lo sucedido por las noticias”. Pero qué error más grande sería creer que un alumno tiene esa actitud por el solo hecho de estudiar en una universidad “cota mil”. Sostener eso no sólo sería falaz desde el punto de vista argumental –de estudiar en tal o cual universidad no se sigue mayor o menos compromiso social–, sino que además evidenciaría un enorme desconocimiento de la realidad, y sobre todo, grandes prejuicios. El verdadero compromiso social universitario no se asegura ni por estudiar en Pío Nono ni por hacerlo en una universidad dirigida por un popular columnista, ni por ninguna ubicación geográfica o condición en particular de alguna universidad.

Esto cobra especial relevancia a la hora de abordar el manoseado tema de la vocación pública de las universidades. Por un lado, algunos pretenden identificar lo público con lo estatal, como si la propiedad de la institución asegurara automáticamente realizar un mayor aporte al país. Pero la realidad se impone: resulta “al menos” discutible que las universidades de los Andes o Andrés Bello, por mencionar algunas, aporten menos al país que la UTEM o la Universidad de Playa Ancha. A la inversa, alguien podría mencionar razonablemente que la Universidad de Chile y la USACH contribuyen mucho más a nuestra sociedad que la Universidad de las Américas o Bolivariana, por mencionar otras. Esto sólo demuestra dos cosas: que el aporte al bien social no depende de la propiedad “pública” o “privada” de la institución –hay buenas y malas por “ambas partes”–, y que hace mucha falta un estudio serio y acabado sobre las verdaderas contribuciones que realizan al país las universidades chilenas, porque es inaceptable que algunos pretendan seguir identificando lo público con lo estatal, así como también lo es que existan universidades de tan baja calidad académica como algunas de las que vemos hoy en día.

Más inaceptable, eso sí, es identificar a priori y sin argumentos la vocación pública de las universidades con las propias ideologías. Cuando se sostiene, por ejemplo, que los ideales y los proyectos educativos de las universidades de Chile o Portales serían más “públicos” que los de la Universidad Católica o de los Andes, deberían entregarse muchos argumentos que respalden esa discutible comparación. Especialmente considerando que varios de los que afirman eso señalan, paradojalmente, que no es posible sostener el valor objetivo de ciertos bienes morales, y/o que quienes los sostienen “imponen” sus convicciones a los demás. El afán por adueñarse del concepto de educación pública mostrado por algunos actores evidencia ciertas contradicciones, que aumentan la duda sobre quiénes son los que en realidad imponen sus convicciones y sobre qué tan pluralistas y tolerantes con las ideas distintas a las suyas son los que a menudo se apropian de esos discursos .

Por todo lo dicho, vale la pena el trasfondo de la discusión sobre “las cotas”, pero sin prejuicios ni confusiones. También lo vale el debate sobre el rol país y la vocación pública de nuestras universidades, siempre que se discuta en serio y no en base a afirmaciones gratuitas, inadecuadas o sin fundamentos. ¿O será que basta mirar las universidades desde lejos y luego opinar sobre lo que ocurre en ellas en base a desconocimiento, lugares comunes o simples prejuicios?




Nota: El autor del artículo es egresado de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile.