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La fe mejora el mundo

El verdadero culto de los cristianos es su propia vida, acaba de decir Benedicto XVI. A pesar del pecado, con todas sus sombras, esto es algo que constata la sociología. Los creyentes tienen mayor autoestima, fundan familias más estables, se involucran más en actividades solidarias, tienen menor propensión al suicidio y a comportamientos antisociales y autodestructivos…

Los creyentes son más felices

Un estudio realizado en España por la Fundación Coca Cola concluía, el pasado mes de marzo, que las personas creyentes se consideran más felices que las no creyentes. El estudio, a partir de 3.000 entrevistas, confirmaba los datos de una investigación a escala europea presentada esos días en la Royal Economic Society británica. Católicos y protestantes muestran, por ejemplo, mayor capacidad de resistencia a las dificultades de la vida, como el desempleo; son emocionalmente más estables y tienen niveles de satisfacción familiar mayores.

Desde hace varias décadas, han llegado al mismo resultado trabajos de muy diversa índole. Más que una variable concreta, todo apunta a una conjunción de varias. Seguramente influya el hecho de que el ser humano está, de algún modo, naturalmente predispuesto a la fe. Acaba de exponer un interesante estudio, en este sentido, el profesor Justin Barret, del Centro para la Antropología y la Mente de la Universidad británica de Oxford. La innata búsqueda de sentido en las mentes de los niños es un factor que les acerca a la fe. «Si lanzáramos a unos cuantos a una isla, y permitiéramos que se educaran ellos solos, pienso que creerían en Dios», ha explicado a Radio 4, de la BBC.

La cuestión del sentido parece también la explicación a un estudio de la Universidad de Chicago sobre la satisfacción de las personas según su profesión, a partir de datos recogidos entre 1972 y 2006. En primer lugar, figuran los miembros del clero, quienes más sentido encuentran a lo que hacen.

Esa capacidad de encontrar sentido a las cosas es un rasgo que caracteriza, en general, a los creyentes. La Universidad de Oxford realizó en otoño un curioso estudio: sometió a descargas eléctricas, tras mostrarles imágenes de la Virgen con claro contenido espiritual, a personas divididas en dos grupos de 12 miembros, el primero formado por ateos y agnósticos, y el segundo por católicos. El resultado fue que la tolerancia de los creyentes al dolor se demostró mayor en un porcentaje estimado del 11%. Los investigadores corroboraron las respuestas con una actividad mayor en la región del cerebro que se estimula para reducir el dolor físico.

Otras investigaciones subrayan relaciones indirectas entre la fe y la felicidad. La solidez de juicio moral, más propia de creyentes, afecta muy positivamente al gozo de la vida. Se ha constatado siempre una relación proporcional entre la asistencia a la iglesia y la mayor preponderancia de juicios considerados socialmente conservadores. Y un 44% de estas personas, en Estados Unidos, se considera feliz, frente a sólo el 25% de los liberales (socialmente izquierdistas, según los parámetros europeos). Así aparece en el libro Gross National Happiness (Felicidad nacional bruta), de Arthur C. Brooks, publicado en 2008 a partir de datos de los últimos 25 años. Hacer lo que creemos que debemos, nos hace más felices, y esto se da más en personas de convicciones más firmes que entre quienes son más permisivos.

Uno de los signos de identidad política de los cristianos, según todas las encuestas, es su compromiso pro vida, mayor cuanto más frecuente es su práctica religiosa. Lo curioso es que los militantes pro vida más activos, aunque no oculten sus creencias si se les pregunta por ellas, suelen preferir dar a sus organizaciones una definición aconfesional, y argumentar en términos estrictamente racionales. Pero en sus destinatarios más receptivos, lo que influye decisivamente es la fe. Así lo han asegurado al ser encuestados a pie de urna, cuando se ha sometido en algún país a referéndum alguna cuestión de este tipo, como el aborto.

Fe y activismo político

Se plantea entonces la pregunta clásica sobre la relación entre ética y religión, al que la Universidad de Navarra dedicó, en 2007, el VI Congreso Internacional Fe cristiana y cultura contemporánea. Ponentes como Alejandro Llano o Leonardo Rodríguez Duplá constataron la dificultad práctica de la fidelidad a ciertos postulados que impliquen una exigencia personal en razón exclusivamente a argumentos racionales. Chesterton se ocupa de este problema en su biografía de Tomás de Aquino, y llega a una conclusión no muy distinta a la que, por aquellos años, llegaba el también converso y apologeta John Henry Newman: los hombres no pierden el tiempo explicando racionalmente todos sus actos y actitudes; estamos hechos para la acción.

De hecho, a veces la acción precede a la fe. La revista Newsweek contó, en junio de 2006, que se está produciendo una oleada de conversiones al cristianismo entre activistas políticos y pro derechos humanos chinos. La conversión sigue al compromiso político. A estos activistas les atrae del cristianismo fundamentalmente la idea de libertad y el respeto a la dignidad de la persona. Curiosamente, la conversión parece modular después la acción política, hasta el punto de que la democracia se convierte a veces incluso en una cuestión hasta cierto punto secundaria, subordinada a esos valores cristianos de libertad y respeto a la dignidad humana. Ju Jie, escritor disidente, apuntaba a Newsweek que esos valores originales tienen mucho mayor poder de movilización: «La democracia es sólo un sistema político», decía, y no basta para cambiar China. «Por supuesto, lucharía hasta el final por ella, pero la democracia no puede traer la felicidad espiritual».

Volvemos a la pregunta inicial: ¿es suficiente estímulo percibir racionalmente ciertos actos como buenos para practicarlos con coherencia y constancia? El caso del ideal de fraternidad, seña del republicanismo de izquierdas, es meridianamente claro: ¿cómo puede sostenerse sin una convicción profunda de que existe una paternidad común?

Esto seguramente explique la relación proporcional entre práctica religiosa y la contribución a obras caritativas. De ello se preocupó también Arthur C. Brooks, que en 2003 publicó Religious Faith and Charitable Giving (Fe religiosa y aportación caritativa). La probabilidad de donar dinero en Estados Unidos es un 25% mayor, en las personas religiosas que en las no religiosas. Y en cuanto a la cantidad, la contribución anual media entre las primeras es de 2.210 dólares, frente a 642 de los no religiosos. Y además, entre los religiosos la probabilidad de participar en actividades de voluntariado es de más del doble.

La familia marca la diferencia

Pero si hubiera que señalar un elemento que marque socialmente la diferencia entre las personas religiosas y el resto, éste es la forma de vivir la familia. Todas las investigaciones demuestran una estrecha relación ente religiosidad y fortaleza de los vínculos familiares, así como con el número de hijos.

Entre las personas de fe, aumenta la satisfacción de la vida marital (incluida la satisfacción sexual, según estudios de las universidades de Chicago y la estatal de Nueva York, recogidos en The Sex in America study, de 1995); disminuye la posibilidad de ruptura, y aumenta la de reconciliación, en caso de separación; la probabilidad de niños ilegítimos decrece; la probabilidad de que los varones delincan o tengan problemas con drogas y alcohol disminuye; las hijas adolescentes corren menos peligro de tener relaciones sexuales precoces y embarazos indeseados; los niños adquieren una visión más positiva y realista sobre su propio futuro, son menos propensos al racismo y adquieren mayor capacidad de autocontrol … Éstos y otros estudios, centrados en los Estados Unidos, están recogidos en el artículo Why Religion Matters: The impact of religious practice on social stability (Por qué importa la religión: el impacto de la práctica religiosa en la estabilidad social), de Patrick F. Fagan, de la Fundación Heritage. Fagan aborda además en este estudio, disponible en la web de la fundación, la no tan estudiada cuestión sobre las diferencias entre un tipo u otro de religiosidad. En general, cierto conservadurismo religioso tiene efectos positivos en la familia cristiana, sobre todo para los hijos. Pero hay también un autoritarismo negativo e intolerante que no procede de la religiosidad, sino de la hipocresía. Lo origina una religiosidad no interiorizada, ritualista, que no se traduce en cambios concretos en la propia vida… «La evidencia –escribe Fagan– sugiere que esta forma de práctica religiosa es más dañina que la ausencia de religión».

En Europa, el Instituto de Psiquiatría del King’s College, de Londres, ha constatado que la separación de los padres duplica en el futuro la posibilidad de depresión. El riesgo de fracaso escolar disminuye en familias estables, y aumentan las posibilidades de continuar estudios en niveles no obligatorios. De igual forma, es mayor la probabilidad para la mujer de sufrir violencia machista cuando no está casada. También está demostrada la relación entre pobreza en mujeres y niños y la ruptura familiar. En España, ha constatado ese vínculo el estudio Monoparentalidad e infancia, de la Fundación La Caixa. Y hay otros datos que demuestran la utilidad social de la familia cristiana, como la mayor propensión al cuidado de los mayores: en el Reino Unido, las parejas casadas ofrecen casi el doble de cuidados a los padres ancianos de uno u otro cónyuge, con un ahorro estimado para el contribuyente británico de unos 125.000 millones de euros anuales.

Economía y ecología mejoran

El gran inconveniente de la familia cristiana es su menor utilidad económica a corto plazo, en el extremo opuesto a los jóvenes profesionales sin hijos, que no necesitan concentrar su gasto en necesidades básicas. Un estudio de la University College, de Londres, de 2006, afirmaba que las personas de entre 25 y 45 años que viven solas gastan un 39% más en artículos para el hogar, consumen un 38% más de productos, un 42% más de envoltorios, un 55% más de electricidad y un 61% más de gas que alguien que vive en un hogar de cuatro personas. De igual forma, hay una relación clara entre el aumento de pisos de solteros y el boom de la construcción registrado en los últimos años en Occidente. Pero estos comportamientos generan un crecimiento económico poco sostenible y solidario, como evidencia la actual crisis económica. Baste el dato de que un soltero británico que vive solo produce un 60% más de basura que alguien que vive en familia.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega, www.alfayomega.es.