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Unidad nacional y conflicto indígena

Ocurre con bastante frecuencia que las causas estructurales de los acontecimientos sociales y políticos de una comunidad pasen inadvertidas para la gran masa de ciudadanos, cobijadas tras la aparente circunstancialidad de sus motivos directos o accidentales. Resulta natural, por lo demás, que esto sea así, pues de ordinario su dilucidación requiere de un trabajo intelectual que no tiene por qué exigirse del hombre medio, cuya percepción de los problemas transcurre normalmente (1) de la mano de las interpretaciones periodísticas mayoritarias en la sociedad, o bien (2) en concordancia con lo que ha aprendido vivencialmente desde pequeño, en una toma de postura que supone siempre la precomprensión de las soluciones o respuestas posibles al problema puntual de que se trate en cada caso.

Esta inclinación debe ser evitada desde luego, y en primer lugar, por los académicos, quienes tienen la obligación de hacerse cargo de las causas reales de los fenómenos. No cabe otro modo de alcanzar el plano de la ciencia, que es el propio de los estudios universitarios. Hay, sin embargo, otro segmento de personas que tampoco puede permitirse el lujo de abordar las cuestiones sociales con trivialidad sin faltar gravemente a sus obligaciones: me refiero a aquellos que tienen a su cargo las decisiones políticas dentro de la sociedad, y de cuya energía desplegada (u omitida) en el momento adecuado dependerán en el futuro más bienes o males de las que pueden percibirse desde el interior de una lógica de partidos o políticamente oportunista, como es la que desgraciadamente nos hemos acostumbrado a padecer, no sólo en Chile, sino en el mundo entero.

Puede que a muchos de los que lean estas líneas les resulte una curiosidad anacrónica apelar al destino histórico de las naciones para advertir sobre lo conveniente o inconveniente de ciertos actos y decisiones políticas. Esta actitud era frecuente en el político clásico –quiero decir: en el hombre de mentalidad clásica–, para quien la parte más importante de la prudencia política era la providencia (procul videre), es decir, el gesto de contemplación del bien común final de una nación, tanto en su dimensión substancial como en aquellos aspectos propios del país en particular, distintos y diferenciadores de todo otro grupo humano. El acto providente está dotado de una especial grandeza: su cercanía con el fin completo y perfecto, distante en el tiempo. Ello le lleva a considerar lo circunstancial en su verdadera dimensión; sin movimientos exacerbados por la pasión. En este sentido, es también un acto de humildad.

Los ciudadanos hemos sido testigos en el último tiempo del curso que han tomado las relaciones entre algunas comunidades indígenas, los habitantes de las regiones en cuestión, y el Gobierno. Hemos visto cómo se ha agitado políticamente a los araucanos, llevándolos a confundir las exigencias legítimas de una vida mejor con reivindicaciones de tipo étnico, fundadas en títulos jurídicos completamente inaceptables si se desea mantener la seguridad y estabilidad de las relaciones jurídicas. Hemos observado también, esta vez con estupor, cómo se ha conculcado el Estado de Derecho a causa de motivaciones político-contingentes, haciendo la vista gorda respecto de las reiteradas violaciones a la propiedad efectuadas por indígenas, para no transgredir la sensibilidad de lo “políticamente correcto”, que por supuesto garantiza votos. El horizonte de esta situación es el ridículo, la parodia, el simulacro. El absurdo de un Ministro siendo cabeceado por las indias hace algunos años (¿se acuerdan?), el absurdo de que las empresas afectadas tengan que cargar, además, con la sorda reprobación popular por intentar defender sus legítimos derechos; el absurdo del aprovechamiento mañoso de un conflicto artificial para cargar las tintas contra España y la colonización española –uno de los motivos líricos de la izquierda pseudo-intelectual–. Todo un cuadro, en síntesis, que manifiesta una vez más el estado de confusión al que hemos sido arrastrados, fruto de la hipoteca eleccionaria con que actúa la autoridad política.

Lo verdaderamente grave, sin embargo, no es esto. Lo profundo del problema se oculta un paso más allá de lo epidérmico y de la anécdota, y se relaciona con la pregunta sobre la vocación histórica de nuestro país. Chile tardó muchos siglos en pacificarse, en unificarse, en hacer de todos nosotros –los habitantes del territorio sin distinción de razas ni orígenes– “chilenos” en sentido jurídico y moral. Mucha sangre y mucho esfuerzo quedó en el camino. Ahora puede verse lo poco que cuesta destrozar el trabajo bien hecho, corromper la unidad moral y clavar en el alma colectiva la bandera de la fragmentación. Nuestros nietos tardarán años en deshacer un entuerto semejante, y si lo logran, será a un alto costo.

Y puede que lo más lamentable de todo es que deberíamos haberlo visto venir. Es el signo de los tiempos, como lo descifraría un milenarista. Pero la cosa es mucho menos esotérica que eso: hace ya décadas que la izquierda intelectual postmoderna arrecia con conceptos como “el fin de la historia”, “el fin de los grandes relatos” (en particular, el cristianismo, la unidad cultural de Occidente), la imposibilidad de los grandes proyectos comunes, la entronización de lo pequeño y fragmentario (la diferencia) sobre la unidad (identidad) de interpretación sobre el mundo real. Chile era un proyecto común, en el que no sólo participaban criollos y araucanos, sino alemanes, suizos, franceses, ingleses, croatas y todo el que quisiera venirse a ganarle unos centímetros al mar. Ahora, sin embargo, hemos logrado confundir las legítimas reivindicaciones de un grupo de chilenos (los araucanos) por una vida mejor con las exigencias ahistóricas de una raza; hemos logrado clavar una diferencia inapelable, una latente ponzoña en la –hasta ahora– unitaria y orgullosa impronta de un pueblo cuyo aislamiento le confirió un tipo de identidad cultural propia.

Pienso que todavía tenemos tiempo de detener este proceso. Si nos convencemos –y convencemos a nuestros políticos– de que somos todos chilenos, de que todos buscamos un destino común a pesar de nuestras bienvenidas diferencias, y que respondemos, aunque nos pese a veces, a una tradición histórica y genéticamente común, y a un Estado de Derecho que debe ser obedecido sin pretextos. El pueblo araucano necesita educación, medios de trabajo, cables que le incorporen al “progreso”, en el buen sentido, de Chile. Les haremos un flaco favor dándoles alas para que insistan en una diferencia que sólo puede llevar a tragedias futuras, a mutuas incomprensiones y, lo que es peor, a mutuas odiosidades, que es invariablemente lo que nos espera al final de este camino que ya emprendimos, con leyes inoperantes y discursos interesados y vanos, auspiciados muchas veces con dinero internacional, cuyas motivaciones están a menudo comprometidas con intenciones de política contingente que nada tienen que ver en realidad con el bien de Chile.