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La abolición del padre

Deben seguir resistiendo, a pesar de los adoquines recibidos en su irrenunciable paternidad.

De las pérdidas ocasionadas por aquel turbón adolescente del Mayo del 68 que este año recordamos, no fue menor la quiebra de la imagen del padre real y del padre imaginario —el bueno de De Gaulle en este caso—, tan vilipendiadas con los adoquines parisinos. Baste recordar aquel graffiti que engalanaba los muros de la Sorbona —los enemigos de mi padre son mis amigos— para caer en la cuenta de que entre chanzas y veras, se había abierto la veda contra el padre y que desde entonces no se ha hecho otra cosa que disparar una y otra vez a la pieza abatirla.

Y así nos va, con el padre bien abolido como se ve a poco que uno se pare a considerar los tiempos que corren. Por eso nadie parece sorprenderse en el drama del aborto de un hecho significativo: cómo en la propaganda abortista se escamotea una y otra vez la figura y opinión del padre de ese nasciturus condenado, quien a lo mejor tuviera algo que decir al respecto de tal sentencia impuesta a su retoño. Engendrar parece así cosa de madre e hijo, tertiur non datur.

Pero el problema trasciende el fenómeno del aborto. De forma inadvertida estamos dando en vivir en un matriarcado social y educativo cotidiano donde el padre simplemente no existe y nada tiene que decir y si lo dice no se tiene en cuenta. Ese es tal vez el hito más importante alcanzado por la revolución silenciosa del feminismo que ha impregnado ambientes insospechados: hijos que son vistos y percibidos por la madre como simbiosis de ella y el consiguiente vaciamiento de la figura paterna, tanto real como simbólicamente.

Es la figura paterna como principio de realidad —y no la materna—quien otorga al niño su identidad sexual, el lenguaje y la cultura, ahí es nada: ¿no explicaría entonces esta abolición del padre el empobrecimiento lingüístico y cultural de la juventud actual? ¿Influirá acaso el escamoteo de la función paternal en la proliferación evidente de la homosexualidad masculina y femenina?

Graves son sin duda estas interrogaciones, como no menos grave es la pérdida de la simbología paterna. Tanta que entre las causas principales de nuestra dificultad actual para relacionarnos con Dios, está acaso dicha ausencia de la imagen del padre y sus arquetipos. Guste o no al feminismo imperante, ciertamente no es irrelevante que en su realidad íntima y en su relación con el hombre, Dios se presente como padre; mas si esta categoría queda vaciada, ¿qué puede mentar entonces Dios al ser humano? ¿Cabe incoar con algún sentido el Padre nuestro? Y así andamos errabundos por el mundo como huérfanos de Dios sin poder siquiera sentir esa orfandad. A lo que se ve muchas cosas que estaban latentes —algunas bien teológicas— pusieron al descubierto aquellos adoquines arrancados a los empedrados parisinos.

De Gaulle, que como buen padre lo entendió perfectamente, se retiró al poco a morir calladamente en su Yuste de Colombey-les-Deux-Eglises. Al padre de hoy no le cabe esa posibilidad. La vida le pide más bien seguir estando ahí, a la mano del hijo, erguido, resistiendo a pesar de los adoquines recibidos en su irrenunciable paternidad. Para recibir y restaurar a sus hijos quienes le buscan y anhelan fatigados de su injusta orfandad.