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Tlatelolco, un sacrificio, un ritual

Unos 325 universitarios muertos; y varios miles de heridos; y la consiguiente represión a miles de opositores de las más variadas categorías, muchos de ellos muy jóvenes. Esa fue la indesmentible realidad de la matanza de Tlatelolco en Ciudad de México, exactamente 40 años atrás, el 2 de octubre de 1968, a las puertas de los Juegos Olímpicos.

Era la democracia del PRI, que mientras se echaba a México al bolsillo, en Tlatelolco se lo mandó al pecho. Pero como era un gobierno de centroizquierda.

Treinta años antes, acá en Chilito, un 5 de septiembre de 1938, más de 50 jóvenes nacis (que así se denominaban) habían caído bajo las balas, detenidos después de un intento de golpe de estado. Pero como eran nacis y golpistas, tras la condena de los autores, vino el indulto.

Y el año próximo se cumplirán los 20 de la masacre de Tiananmen, crimen alevoso en que hasta 2.600 jóvenes chinos -según la Cruz Roja nacional- perdieron la vida a manos de su gobierno, a lo que hay que sumar entre 7 y 10 mil heridos. Pero como era un país oficialmente comunista.

Así, con un solo standard (las izquierdas nunca son culpables) se ha manejado siempre el tema de los derechos humanos, aquí y en las quebradas del mundo entero. A nivel macro y micro, a nivel matanza y a nivel abandono de la amante.

Sí, porque el mismo Edward Kennedy que abandonó a Mary Jo Kopechne en Chappaquidick, posó siempre como el paladín de los derechos ajenos. Mientras más lejanos y etéreos, eso sí, mejor. Por eso, desde muy apartadas tierras, otra mujer lo premió ahora, en el ocaso de su vida, con la Orden al Mérito de Chile.

Sacrificios y ritual, qué paradoja.

Frente a la realidad dramática de unos hechos de sangre, el subterfugio y la máscara de unos actos simbólicos.

Fue así como Octavio Paz describió Tlatelolco en El laberinto de la soledad: «Doble realidad del 2 de octubre de 1968: ser un hecho histórico y ser una representación simbólica de nuestra historia subterránea o invisible; y hago mal en hablar de representación pues lo que se desplegó ante nuestros ojos fue un acto ritual: un sacrificio,» afirmó.

Y ésa ha sido la realidad en tantos lugares del mundo, tan distintos como los ya mencionados o como Cambodia y Siberia. Para decenas de miles de buenas personas -millones en realidad- el siglo XX implicó el sacrificio de sus vidas, muchas veces perdidas en plena juventud. Pero para quienes los ajusticiaban, era sólo un ritual.

Un ritual en los gestos al que ha seguido el rito de las palabras. Porque dos veces han sido sacrificadas las víctimas de esas masacres: una primera por las balas y a continuación por la demagogia. Ni ellos se lo merecen ni los demagogos tienen mérito alguno.