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Memoria de Jaime Eyzaguirre

Un 18 de septiembre lluvioso como el recién pasado, pero hace cuarenta años, sus discípulos y amigos supimos que la noche anterior había muerto Jaime Eyzaguirre en un accidente de automóvil. Muchos rasgos suyos, inolvidables, son imposibles de describir de modo que los entiendan quienes no lo conocieron, y puedan asimilar nuestra congoja de entonces. ¿Cómo recrear, por ejemplo, su personalidad de profesor en acción… el tono de voz, los gestos, la elocuencia, el sesgo irónico, el perfecto y acabado desarrollo del tema, y la riqueza del conocimiento que respaldaba lo que decía? ¿Cómo olvidar la fascinación —de apoyo o rechazo, pero siempre fascinación— que despertaba en los alumnos, la manera que tenían de abordarlo y rodearlo al terminar la clase, de interrogarlo, de discutirle, de seguirlo —sin interrumpir la conversación— por los corredores de la universidad, y luego Alameda y Providencia arriba, hasta su misma austera casa de calle Seminario?

Todo eso se fue… “verdura de las eras”. También su maravillosa calidez humana, el afecto “personalizado” hacia los alumnos que se le acercaban, y la preocupación positiva ante los problemas innumerables —espirituales, la mayor parte— que los afligían. También el pozo de sabiduría que era su persona. Creemos en la vida eterna, cuando pensamos que una sabiduría así —como la de Mario Góngora, arrollado por una motocicleta al salir de la universidad— no pudo, no puede desaparecer repentina, violenta y totalmente… y para siempre. Pero en lo inmediato… sí, se fue.

¿Qué nos queda, entonces, de Jaime Eyzaguirre?

1. Primero, naturalmente, su obra histórica. Vivíamos a la sombra de los grandes historiógrafos del XIX —Barros Arana, el decisivo—, cuyo árido positivismo y odio generacional contra España y la Iglesia habían hecho de nuestro pasado algo tan minucioso y exacto en el detalle como incomprensible (por falso) en el conjunto. Alberto Edwards, Encina y Eyzaguirre escaparon de ese marco de hierro. Mas el primero no abordó la “Colonia”. Y el río majestuoso de la obra del segundo arrastraba aún algo del esterilizante positivismo decimonónico. Sólo Eyzaguirre creó una Historia de Chile global e inteligible, al reivindicar el papel jugado en ella por la Fe y la Madre Patria. ¿Exagerando un tanto sus bondades? Quizás, pero —también quizás— era necesario para reponer las cosas en su justo centro.

La misteriosa Providencia no quiso que don Jaime concluyera el segundo tomo de su historia general del país, culminando y resumiendo su pensamiento sobre ella.

2. Luego, la belleza del estilo. Oscilaba entre la sequedad (no fomedad) vasca y castellana, y la exuberancia y elocuencia andaluzas. Las últimas nos parecían aquellos años, incluso a sus discípulos, un poco amaneradas, “cursis”. Pero hasta hoy mismo sorprende el eco que en los jóvenes hallan “Hispanoamérica del dolor” o “Fisonomía histórica de Chile”. Sólo los historiadores creen todavía que deben aburrir a sus lectores, y que es pecado grave entretenerlos como Vicuña Mackenna o Encina.

3. Final pero principalmente, su religiosidad católica.

Este es un tema, por supuesto, que sólo los católicos podemos entender en plenitud. Pero sin considerarlo, es imposible acercarse a la personalidad de Jaime Eyzaguirre. No vivía para investigar, escribir ni enseñar (aunque todo esto lo hiciera tan brillantemente), vivía para salvarse y salvar a los demás. Era la causa de que arrastrara tan fenomenalmente a los jóvenes: entre los grandes laicos de su tiempo, sólo él (salvo error u omisión, según se suele decir) les tenía “palabras de vida eterna”. Impresionaba a muchachos creyentes y no creyentes que quisiera para ellos, con tal vehemencia, tan suprema felicidad.

Mucha recogía él mismo de su fe: el gozo con la oración, la misa, los sacramentos, la liturgia, el arte cristiano, la paz interior del monasterio benedictino de Las Condes. Pero también ponía en práctica aspectos no tan “simpáticos” de las creencias católicas. Por ejemplo:

Fue por eso que, cercano el fin de su vida, Jaime Eyzaguirre sufrió tan intensa y dolorosamente por la tempestad que algunos sectores católicos —eclesiásticos incluidos— levantaron contra la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI, sobre uso de anticonceptivos. Dijeron entonces esos sectores que el fiel podía desobedecer la encíclica invocando razones personales de gravedad, y decidiendo “en conciencia” atenerse a éstas y no al documento pontificio. No era nuevo para Eyzaguirre semejante argumento: lo había combatido en Estudios los años ’30 y ’40, cuando otros católicos lo usaban para rechazar aspectos de la doctrina social de la Iglesia derivados de la encíclica Quadragesimo Anno (más débilmente, se utilizaría después, también, en materia de derechos humanos).

El mismo año de su fallecimiento, y a pocas semanas de éste, se alzó Eyzaguirre contra la campaña indicada mediante un artículo —“¿A quién obedecer en la Iglesia?”—, que reafirmaba la sujeción del católico al magisterio de la Iglesia, y mostraba como ésta y aquél no podían subsistir entregados al veredicto de cada conciencia individual. Era una forma del libre examen protestante, respetable pero incompatible con la fe católica. En el fragor de la furiosa polémica que levantó su artículo, murió súbitamente el inolvidable maestro.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente en La Segunda, el 23 de septiembre de 2008.