- VivaChile.org - https://viva-chile.cl -

La soberbia intelectual: El dogma de los sin dogma

La contemplación de lo que nos rodea es accesible a todos. No es necesario poseer estudios formales de Filosofía ni tener un doctorado en Física para admirarse frente a la realidad: nos admiramos por el cantar de las aves, por el color de las flores, por el sonido del viento, por una melodía y, en definitiva, por la perfección de la naturaleza.

Sin embargo, aunque todos los hombres pueden admirarse de la perfección de lo real, no todos los hombres se dedican a reflexionar sobre aquella perfección. Es propiamente el filósofo quien está llamado a volver sobre dicho saber que surge de la admiración y contemplación, a indagar sobre el porqué de aquello que se le presenta por delante. Su tarea requiere tanto de inteligencia como de humildad. De inteligencia, pues tiene que “leer dentro de sí” (intus legere) aquella verdad que, teniendo como principio la admiración, se encuentra, sin embargo, habitando en él mismo: in interiore homine habitat veritas, decía San Agustín. De humildad, pues es necesario adecuar las propias ideas a la realidad de las cosas: es ese apego a lo real lo que, precisamente, permite aquel desapego a todo lo que, siendo falso, tenemos por verdadero. Esta actitud del filósofo, que bien vale para cualquiera que quiera ser fiel a su vocación, no es otra cosa que aceptar la finitud del propio ser -con minúscula-, y asumir la infinitud del Ser -con mayúscula-.

Los verdaderos filósofos, que pueden o no coincidir con los “licenciados en Filosofía”, han sido aquellos que han sido tan inteligentes como humildes, pues ambas virtudes se relacionan. El soberbio nunca reconocerá la Verdad, sino que la negará. El humilde, por su parte, reconoce cuando la ha encontrado y se postra frente a ella. Y que la humildad intelectual se relaciona con la humildad en el ámbito moral se manifiesta en el hecho de que quien reconoce lo verdadero como algo real fuera de sí, está siempre dispuesto a asumir sus errores y a arrepentirse de sus actos. El soberbio intelectual, es decir, aquel que ama desordenadamente su propio juicio, no es capaz de arrepentirse de nada sin contradecirse, pues, si él -y no el Ser- es la medida de todas las cosas, ¿de qué puede arrepentirse? ¿Hay acaso algo que pueda no estar de acuerdo con la realidad para el soberbio, si el único parámetro de lo real es, precisamente, él mismo?

Para no caer en la antedicha soberbia intelectual, es decir, para filosofar como Dios manda (porque Dios manda algunas cosas…), es preciso reconocer, ante todo, un vínculo esencial entre ser y pensar. Esto significa aceptar que el pensar posee en su propia constitución una radical apertura al ser, de manera que la inteligencia se encuentra indefectiblemente unida con el ser mismo. Así, decimos, por ejemplo, que algo es falso porque vemos (entendemos) que no puede ser.

Las posibilidades que se abren para la especulación filosófica (y para la vida toda) teniendo claro este punto de partida son infinitas, y así lo demuestra la historia de la filosofía, que desde sus inicios rudimentarios en los llamados filósofos “presocráticos”, pasando luego por Platón, Aristóteles, Cicerón, San Agustín, por nombrar algunos, y culminando con el apogeo en la Cristiandad Latina, progresó en su conocimiento de la realidad enfrentando siempre los problemas filosóficos a la luz de esta unión necesaria entre ser y pensar. Son sólo los filósofos modernos (y antes que ellos, los sofistas de la antigua Grecia) los que han negado esta conexión esencial entre el pensar y el ser, sea negando la realidad de las esencias, sea negando la capacidad de la inteligencia para conocerlas.

Sea como sea, en la filosofía moderna el vínculo intelecto-realidad, o, lo que es lo mismo, cognoscente-conocido, se quiebra, dando paso a una filosofía que termina cuestionándose todo, salvo qué sean las cosas. De este modo, el filósofo moderno deja de amar la sabiduría, de saborear la verdad que se presenta ante el sujeto (pues la sabiduría consiste precisamente en esto), para comenzar a amar el pensamiento encerrado en sí mismo, para amar única y exclusivamente la propia subjetividad.

Destruida de este modo la posibilidad de conocer la realidad por parte del sujeto, es menester para el filósofo moderno inventar un sucedáneo de inteligencia, una prótesis intelectual que cubra el vacío dejado por la inconexión con el ser. Es ahí donde entran en juego las diversas ideologías que generosamente nos ha ido regalando la modernidad. El ideólogo siempre parte desde un modo de ver las cosas que niega que éstas puedan conocerse (cada ideólogo, claro está, con algún matiz propio). Lo opuesto a la ideología, afirma el moderno, es otra ideología. Y así, arrancada la inteligencia de toda relación necesaria con su objeto, es decir, olvidando el carácter pasivo de la inteligencia humana frente a lo conocido, no hay modo de sacarla de su estado de tabula rasa. Oscurecida la inteligencia, se oscurece también el mismo fin de la vida humana, ya que si el hombre sólo puede conocer su propia subjetividad, no hay modo que llegue a reconocer algún bien que lo trascienda.

No es que antes de la modernidad no haya habido soberbios intelectuales, ni que necesariamente todo filósofo moderno sea soberbio y todo clásico humilde. Pero nunca como ahora esa soberbia intelectual había sido adoptada como ideología de Estado, al punto de convertirse en el principio infalible del que pende toda la utopía moderna. En nuestra época, la soberbia intelectual se ha elevado a la categoría de dogma indiscutible. Y no sólo eso, sino que la modernidad no demora en excomulgar a cualquiera que pretenda ordenar su inteligencia al Ser y no a la ideología de moda, tildando de “integrista”, “fundamentalista”, “antidemocrático”, o con algún epíteto semejante, a cualquiera que sepa que el universo no tiene por fin al hombre, como orgullosamente proclama el hombre moderno, sino a Dios. Y es que resulta que, en estos tiempos, lo único que es intolerable es no querer adorarse a sí mismo. Quien piense –como lo pensaron nuestros antepasados españoles al evangelizar nuestro continente, incluso a costa de sus recursos económicos y, en muchos casos, sus vidas- que adorar al Dios verdadero es algo que pertenece al bien común de la sociedad y que, por tanto, es deber del Estado no creerse él mismo infalible sino reconocer a Aquel que sí lo es, es intolerable en la tolerante sociedad moderna, y esta sociedad no descansará hasta lograr que aquel hombre agregue a sus palabras aquellas otras, que hacen relativamente inofensivo a tal individuo frente al totalitarismo del Estado moderno (pues lo obliga a compartir su propia soberbia), quitando la gloria al Creador para darla a la creatura: tales palabras son el “para mí, pero no para ti”, propio de la soberbia intelectual. Es ese “para mí” el fruto de la desconexión con el orden del ser y el encierro en la subjetividad. Es ese “para mí” lo que obliga al hombre a adorarse a sí mismo y no a Dios. Porque quien adora a un Dios que “para mí y no para ti” es verdadero, no es a Dios, sino a sí mismo a quien adora.




Joaquín Reyes B. es estudiante de Derecho y Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile.