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Un país que envejece

Fuimos fundados en 1541 y estamos a punto de celebrar el bicentenario de nuestra independencia. Somos parte de ese pueblo joven sobre el que meditaba Ortega, con mucha historia por delante, con amplio espacio para crear y construir. Sin embargo, las estadísticas y los estudios sociológicos nos traen a la realidad de un envejecimiento prematuro.

En 15 años, los mayores de 65 años igualarán a los menores de 15. Estamos en camino de ser viejos. Nuestra tasa de natalidad por familia, por mujer fértil, ha caído en 40 años de 3,5 a 1,9, según las encuestas Casen. De mantenerse entre 1,7 y 1,8 podemos o no alcanzar a los niveles de sustitución.

Con más de dos millones de kilómetros cuadrados de superficie, si incluimos a la Antártica, y más del doble de la misma en el mar, seguiremos teniendo 16 millones de habitantes, y cada vez mayores. Chile es de los países menos poblados de América Latina, y su magra tasa de natalidad es superior sólo a las de Cuba y Uruguay. Todos nuestros vecinos inmediatos crecen más, y también los que superan los cien millones de habitantes, como Brasil y México. Nuestra natalidad se asemeja a la europea, con tasas de país desarrollado, sin ser desarrollado.

Es situación grave para el país. No está, desde luego, suficientemente poblado para dominar el territorio. Hay consecuencias económicas, de mercado, políticas y estratégicas, de insuficiencia poblacional. El aumento de los viejos tiene efectos negativos en los costos, la salud, la previsión. La falta de renovación generacional podría inhibir la iniciativa, el seguir el ritmo de la vertiginosa modernidad. El fenómeno preocupa en el mundo desarrollado, desde los tiempos de De Gaulle y hasta los recientes ensayos sobre la deseuropeización de Europa o la pérdida de identidad posible en EE.UU.

El cuadro se agrava con su proyección a la familia. Más de la mitad de los nacimientos se producen fuera del matrimonio y ellos son menos en los más acomodados. Matrimonio y familia necesitan estímulos no sólo por las correspondientes disposiciones constitucionales, sino por mera necesidad de supervivencia, sólido sentido común.

¿Causas? Las hay, desde luego, originadas en nuestro desarrollo, en la mayor instrucción, en la incorporación de la mitad de la población femenina al mercado laboral, en rebotes de la globalización. Pero, sin duda, ha influido e influye una política antinatalista largamente mantenida y progresivamente agudizada. Los niños han sido caracterizados no como un bien, sino como un problema. No sólo hay difusión de anticonceptivos (incluida la generalización de la más que discutible píldora del día después), esterilizaciones promovidas, programas televisivos propiciando para toda circunstancia los preservativos, sino una política consciente y constante de los principales órganos públicos, alentados por ONG internacionales. Se necesita otro acento, una distinta prioridad, pro familia y matrimonio, alentadora de los nacimientos.

Francia ha sido un país exitoso en revertir su caída de natalidad. Desde la era gaullista se aplican políticas pro crecimiento: subsidios al tercer hijo, guarderías infantiles, alicientes tributarios, «carte de la famille» para facilitar la vida de la misma, llamados a crecer. En España, hay un subsidio de dos mil euros por hijo. Los países nórdicos, cada uno con su receta, alientan los nacimientos. En el mundo hicieron crisis el neomalthusianismo y las incumplidas profecías del Club de Roma. Se está volviendo a valorar la natalidad y la familia recupera prestigio, su evidente necesidad.

Es imperativa una política poblacional positiva, que estimule la natalidad con facilidades, subsidios y normas tributarias. Muy especialmente, hace falta una política familiar que favorezca el matrimonio y la familia e hijos. Debería ser tema importante en la elección presidencial que se avecina.

(*) Publicado en El Mercurio, Jueves 28 de Agosto de 2008