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“Zapping”

Me llama un joven alumno de literatura para preguntarme quién es ese escritor ruso que acaba de morir y sobre el que tiene que redactar una reseña. “Solye… ¿cuánto”? -me dice.

Le respondo: “¿No sabes quién es Alexander Solzhenitsyn?”. No significa nada para él: es un desaparecido más de los nuevos cánones literarios. Le corto. Hago “zapping” y veo cómo mujeres, niños y ancianos lloran en la ciudad de Gori, en Georgia, al ver sus barrios convertidos en escombros. La imagen no dura mucho en la pantalla.

En otro canal, un jamaicano, Usain Bolt, no corre, vuela, en la carrera de 100 metros: es el ser humano en todo su esplendor. Al verlo, recuerdo los versos del místico San Juan de la Cruz: “Volé tan alto/ tan alto/ que le di a la caza alcance”.

Todavía está intacta la emoción que produjo la deslumbrante inauguración de los Juegos Olímpicos en China: un espectáculo al lado del cual todos los efectos especiales de Occidente son de una obviedad y vulgaridad sin fin. Como si la belleza fuera todavía posible en una transmisión masiva por televisión. Me viene a la memoria la famosa frase del príncipe Muschkin, el personaje de Dostoyevski: “Sólo la belleza salvará al mundo”. ¿Mi amigo estudiante lo habrá leído, o ese tipo de novelistas les dará “lata” a los lectores de hoy?

La “lata”: ése fue el argumento para sacar a Solzhenitsyn, el escritor y profeta del siglo XX, de las pantallas de televisión rusas. Su emisión diaria de 15 minutos no tuvo “rating”. La dictadura del “entertainment” se deshace rápidamente de tipos como Solzhenitsyn, ese hombre con una barba demasiado larga y juicios muy radicales para estos tiempos de tibieza.

El hombre que sacudió al mundo con sus descripciones asfixiantes de las mazmorras soviéticas, donde murieron entre 30 y 40 millones de personas, el que “escapó de ellas para contarlas”, terminó siendo silenciado no por los comisarios del Partido Comunista, sino por los nuevos inquisidores de la posmodernidad: los que determinan qué “latea” y qué no. No lo quemaron en la hoguera: lo “apagaron” lentamente. Así se hace con los disidentes de hoy, los que resisten con la belleza.

Solzhenitsyn, recibido como héroe por Occidente, continuó haciendo lo propio de un intelectual que no piensa en su jubilación: clamar en el desierto. Y criticó en su cara al mismo Occidente que lo acogía.

Quizás a estos colosos rusos les sobra lo que a nosotros nos falta: angustia y desgarro por el vacío espiritual del hombre. Pienso en Tarkovski, el cineasta, otro profeta ruso exiliado. Tan distintos a tantos intelectuales y artistas de hoy: a veces tan cínicos, tan políticamente correctos, tan acomodados.

Cambio de canal: un político baila con una actriz, para luego cacarear dos o tres ideas hechas. En el canal del lado, una mujer confiesa en cámara sus dramas íntimos y llora, mientras unos morbosos panelistas la interrogan sin tregua, solazándose de hacer leña del árbol caído. La víctima alguna vez se sentó al lado de los verdugos del circo romano en que se ha convertido la televisión: ahora le toca el turno a ella.

Apago el “horno crematorio azul” y comienzo a leer un magnífico ensayo de Pareyson sobre Dostoyevski. La traducción y el prólogo son ¡de una joven estudiante chilena de filosofía! ¡También hay jóvenes que van contra la corriente, que estudian filosofía y leen a Dostoyevski! Me sumerjo en un capítulo sobre el misterio del hombre, ese ser capaz de volar o de descender a lo más bajo de sí mismo. Es el hombre del subsuelo, el que mata “por aburrimiento”. El mismo voyerista que hace “zapping” y puede, al día siguiente, aparecer en los titulares de las páginas policiales, el que con su pasividad sostiene este nuevo totalitarismo, el de la imagen, como antes los gulags. El “kryptos anthropos” de siempre. Un “embutido de ángel y de bestia”…

(*) Artículo publicado en El Mercurio, 21 de agosto de 2008.