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Triunfo de Rousseau

En las últimas décadas se han impuesto una serie de tendencias pedagógicas que pretenden poner en práctica el absurdo consistente en tratar a los niños como una minoría oprimida que tiene la necesidad de liberarse. Se traslada al profesor a una función subsidiaria y se sitúa a los alumnos en el centro del universo escolar, dotándoles de unas facultades exorbitantes que los convierten en pequeños tiranos. El niño es creador por naturaleza y el profesor tradicional un destructor o represor de las iniciativas creativas de los alumnos. Según este planteamiento, al niño hay que dejarle que desarrolle su genialidad innata sin otra medida educativa que seguirle discretamente la corriente.
Los métodos más utilizados han consistido en rebajar las exigencias para que el aprendizaje se vea casi como un juego o un placer. Las reglas de comportamiento y el control de la adquisición de conocimientos son ejercicio de autoritarismo. Y, partiendo de la idea roussoniana de que el niño es bueno por naturaleza y de que los conocimientos florecerán por sí solos, se deja libertad al alumno para que a su ritmo desarrolle sus inquietudes y habilidades.

El actual sistema educativo, tomando como inspiración la idea de Montaigne, según la cual no debe haber otro estímulo para la enseñanza que el placer del neófito, descarta cualquier imposición o contrariedad, y consagra la idea de que el colegio es un lugar de socialización donde el niño acude a divertirse y no a esforzarse o aprender. Estamos ante lo que García Morente denominaba «pedagogías infantilistas», a las que consideraba «técnicas totalmente perjudiciales que lejos de favorecer la educación —la conducción de la infancia a la madurez— la obstaculizan, haciendo perdurar indebidamente la vida pueril». El infantilismo provocado por la falta de esfuerzo hace del joven un ser incapaz de soportar situaciones en las que no consigue una satisfacción inmediata, reaccionando en muchos casos con violencia si no obtiene lo que quiere, cuando quiere y como quiere. Este desprestigio del esfuerzo personal hace que tener un buen comportamiento y sacar buenos resultados se haya convertido en cosa de niñas o tipos blandos.
Los resultados de la aplicación práctica de estos ideales educativos han permitido a España marcar cifras récord en la reducción de los conocimientos de nuestros alumnos, como ponen de relieve diversos informes internacionales que nos sitúan en los últimos lugares del mundo desarrollado. Las cifras de abandono escolar son magníficas, el tercer lugar por la cola de la Unión Europea en el porcentaje de quienes no pasan de la enseñanza obligatoria. Nunca tuvimos tantos medios y sin embargo nunca han sido peores los resultados. A los niños hay que enseñarles desde que se sientan por vez primera en un aula que lo que hayan de obtener de la vida será sólo por su trabajo, gracias a su esfuerzo, su entrega. Hay que enseñarles a superar pruebas, a fracasar y levantarse, a ayudar a los que les rodean, a respetar la experiencia y sabiduría del profesorado. Como decía Kant, no se puede educar a un niño sin contrariarle. Para poder ilustrar su espíritu hay que formar antes su voluntad. Y la voluntad, como enseñó Aristóteles a Nicómaco, se configura por la adquisición de virtudes como la fortaleza, la prudencia, la justicia o la templanza, que a su vez sólo se logran por la superación de pruebas y la repetición de actos que implican esfuerzo.

La fórmula mágica para solucionar el fracaso y la violencia escolar en España contiene los tres ingredientes clásicos: disciplina, autoridad y esfuerzo personal. Todo ello impregnado, claro está, de afectividad. Así conseguiremos que nuestros niños se conviertan en personas verdaderamente libres y responsables. Si no reaccionamos, tendremos que soportar una generación de jóvenes complicada, con una absoluta carencia de recursos personales, fruto de un sistema educativo que no educa, es decir, no enseña a vivir, a enfrentarse a la vida. No pueden superar la más elemental de las frustraciones, porque no se le ha enseñado a ello. Nadie les preparó para salvar los obstáculos, aguantar las contradicciones o esforzarse por conseguir algo. Como decía Marco Aurelio, el hombre está hecho para otros hombres; edúcales o padécelos.