Sacerdotes pedófilos, ¡¿cómo es posible?!

José Luis Widow | Sección: Religión, Sociedad

Permítanme hacer un par de recuerdos. Cuando estudiaba en Roma para obtener mi doctorado recuerdo dos conversaciones. Una en la que fui simple espectador. Otra en la que participé directamente. La primera fue una discusión entre una joven señora, casada hace poco, estudiante de la universidad, y un sacerdote de una determinada congregación religiosa que omitiré señalar. El tema fue el celibato. Lo curioso del caso es que la señora abogaba por la importancia de que los sacerdotes fueran célibes. El sacerdote alegaba, por su lado, contra el celibato poniendo énfasis en las “retrógradas” intervenciones de Juan Pablo II –corría el año 1998– en las que había defendido y sostenido la importancia de esa institución. La discusión fue subiendo de tono y terminó, con un corrillo que miraba atónito, cuando el sacerdote, probablemente pensando en un caso que por esos días aparecía destacadamente en la prensa, dio como argumento final el que sigue: “¡Muy bien. Si usted –se dirigía a la joven señora– no está dispuesta a que los sacerdotes mantengamos relaciones sexuales con mujeres, entonces tiene que aceptar que seamos pedófilos!”.

La segunda conversación, de un tono completamente distinto y en otro contexto, la mantuve yo con un joven asiático. Me contaba del tiempo en que estuvo en el seminario en su país, antes de ir a Roma ya retirado del seminario aunque sin estar seguro de no tener vocación sacerdotal. Me contaba cómo sus padres se oponían a que él fuera seminarista. Padres anticlericales o comecuras, podría pensar alguien. Padres que no querían que su hijo se perdiera los éxitos de una profesión rentable, pensarán otros. No, no eran padres de ese tipo. Eran padres con sentido común amantes de su hijo. Lo que ocurría era que no querían que su hijo se emborrachara habitualmente, cosa que ocurría en el seminario. Ante mi sorpresa, le pregunté si efectivamente era frecuente que ocurriera tal cosa en el seminario. Me dijo que sí, que sucedía por lo menos una vez a la semana. Sus padres, benditos padres, finalmente lo obligaron a retirarse del tal seminario.

Cómo habrá llegado a ser posible la ocurrencia de tales cosas, se preguntará usted, lector, al igual que yo.

Ya hace años vimos cómo se destapaba en EE.UU. el escándalo mayúsculo de los sacerdotes pedófilos. No fue cosa de unos pocos, aunque por supuesto, la cantidad ha sido magnificada por aquellos que por uno u otro motivo odian a la Iglesia Católica. Fue asombroso el número de sacerdotes implicados. Casi no quedó Diócesis en la que no hubiera más de algún caso. Junto a estos estaban los sacerdotes “simplemente” homosexuales, cuyo número era aún mayor. Hubo diócesis en las que faltó poco para que la homosexualidad de los sacerdotes fuera la tónica. Si la mayoría no era “practicante”, al menos sí toleraba tales prácticas y no las veía con horror. No faltó la Diócesis en la que el mismo Obispo habría estado implicado en la práctica de la homosexualidad, o, es su defecto, en su tolerancia y encubrimiento. Y aparentemente hubo seminarios en los que no faltó nada para que la tónica fuera una homosexualidad practicada ya sin vergüenza.

Pero los hechos no se limitaron a EE.UU. El problema de la pedofilia, de la homosexualidad y, en general, de las faltas a la castidad entre los sacerdotes se presentó en casi todos los rincones del globo terráqueo. Y no sólo hace algunos años, sino también ahora. No estoy afirmando que la mayoría de los sacerdotes haya estado o esté implicado en este tipo de prácticas. En esto me sumo a quienes han reclamado que los casos reales –y muchas veces falsos– que han existido han sido usados y magnificados, también, para ensuciar al sacerdocio como tal y a la Iglesia Católica. Muchos de los denunciantes –y no me refiero a las víctimas, sino principalmente a los medios de comunicación– han ignorado sistemáticamente la labor abnegada, de atención espiritual y material, que tantos y tantos sacerdotes, y con ellos la Iglesia, cumplen a lo largo y ancho del planeta. Sí estoy afirmando, sin embargo, que  el problema que se ha denunciado es grave y que los sacerdotes implicados no han sido pocos. En todos lados han aparecido casos, quizá no tan numerosos como los del país del norte, pero no por eso menos escandalosos. Por supuesto, nosotros aquí en Chile, también henos tenido los nuestros.

Al de la pedofilia y la homosexualidad, y casi como uno menor frente a la magnitud de los otros, se suma el problema de los sacerdotes que han decidido que no están amarrados por el voto de castidad, que en su caso implicaba la abstinencia, y que, consecuentemente, mantienen relaciones heterosexuales habituales. De éstos, no son pocos los que “cuelgan la sotana” (aunque la mayoría nunca la usó). Alguno dirá, con toda razón, que es mejor que esos sacerdotes dejen de servir como tales. Pero no deja de ser tremendo desde el punto de vista de la Iglesia que un sacerdote abandone su ministerio por problemas de faldas, más aún, como ha sucedido en muchos casos, cuando ese sacerdote ha sido ordenado hace poco tiempo, a veces sin alcanzar a cumplir el año de ministerio.

¿Cómo ha sido posible que tal cosa ocurra? ¿Por qué tanta homosexualidad o incontinencia sexual entre sacerdotes? ¿Cómo fue posible que se llegara a la aberrante y aterrante situación de que un sacerdote abuse sexualmente de un niño? Y la pregunta la hago pensando que no se trata de casos excepcionales, sino repetidos y, por lo tanto, que implican un mal no sólo personal, sino también social o colectivo. No son algunos sacerdotes los implicados, aunque así sea jurídicamente. Es efectivamente la Iglesia, en su humanidad, la implicada.

Trataré de abordar esta pregunta considerando, entonces, que el problema no es sólo de personas, sino de la Iglesia. Por supuesto, demás está advertirlo, la respuesta será parcial.

La loca década del ’60 y la ideologizada década que le siguió, la del ’70, marcan, me parece un antes y un después. En esos años pareciera que se quiebran muchas cosas no sólo en la Iglesia, sino que también en todo Occidente. No voy a entrar en los detalles, pero pareciera que en esos años desaparecen muchas de las trabas sociales que imponían disciplina moral a las personas –trabas siempre necesarias, aunque algún libertario las llame tabúes, trancas, represiones colectivas o algo parecido. La desaparición de esos diques dejó ver que los frenos internos personales, en muchos casos, también habían desaparecido. Y vinieron las olas de cambio, de revolución, de liberación en todos los órdenes imaginables, desde el sexual hasta el litúrgico. El deseo de innovación lo invadió caso todo. Pero como la innovación sin tradición es caos, lo que se vivió fue esto último. Y la Iglesia y los sacerdotes no escaparon a lo que fue un verdadero tsunami, religioso, moral y cultural. El resultado fue el relajamiento de la disciplina. Los teólogos se sintieron autorizados a desechar las enseñanzas milenarias de la iglesia y a disentir públicamente del Magisterio Pontificio. Se abandonó a santo Tomás y se adoptó el idealismo, el existencialismo y cuanta novedad intelectual se vendía por esos días en los mercados universitarios. El resultado fue una teología inmanentista y, a veces, hasta materialista, por paradojal que sea. Los sacerdotes se sintieron autorizados a rebelarse contra su obispo y los obispos contra el Papa. La disciplina de los seminarios se relajó. Las órdenes religiosas dejaron de mirar la regla de sus fundadores. El resultado de todo esto fue, sólo en parte, el caos litúrgico, la gigantesca ola de sacerdotes que abandonó el ministerio, el vaciamiento de los seminarios, y, en general, la confusión generalizada en materias de fe y moral del pueblo católico. Especial importancia histórica tiene la publicación de la Humanae Vitae. Pablo VI, contra el parecer de muchos teólogos, publicó en 1968 esta encíclica relativa al cultivo de la vida humana, donde condenada la contracepción. Pero la Encíclica no iba con los tiempos. Más bien iba contra esa corriente liberadora deseosa de cambios y revoluciones. Y se produjo el quiebre del cual la Iglesia aun no se recupera: los obispos disintieron del Papa y se consideraron libres para difundir su propia doctrina sobre la materia, por supuesto acorde con los deseos del mundo; los sacerdotes disintieron del Papa y se consideraron libres para aplicar su propia doctrina en púlpitos y confesionarios; y los seglares disintieron del Papa y se consideraron libres para ellos, por supuesto “en conciencia”, como majaderamente se decía, elaborar su propia doctrina moral, que evidentemente sería aquella que más les acomodara: se autorizaron a sí mismos a usar cuanto método anticonceptivo aparecía, alejándose de la puerta angosta que el Papa trataba de enseñar.

Desde ese momento, ya abiertamente, muchos obispos soltaron las amarras jerárquicas y disciplinarias que les unían a Pedro, aunque jurídicamente todo siguiera igual. Y si los obispos se sintieron libres respecto del Papa, los sacerdotes no sólo respecto del Papa, sino también respecto de sus obispos. Y si los sacerdotes se sintieron libres respecto del Papa y sus obispos, los seglares, respecto del Papa, de sus obispos y de sus sacerdotes. Y todos se sintieron libres no sólo respecto de la enseñanza moral relativa a vida marital, sino respecto de casi toda enseñanza. Por supuesto, la otra cara de esto fue, muchas veces, la renuncia de la autoridad a ejercer su condición de tal.

En este contexto, me parece que un elemento clave es el abandono de la enseñanza de la doctrina y la disciplina tradicional en los seminarios, incluyendo la liturgia, fuente principal del cultivo de la fe del pueblo católico. Tomemos como ejemplo una manifestación de esto. En muchísimos seminarios se dejó de discernir vocaciones. Y no me refiero a los que se convirtieron en francos bastiones de preparación de curas revolucionarios. Me refiero a los seminarios que siguieron siendo, dentro de todo y si así se les puede llamar, fieles. No era raro encontrar en los seminarios –¿no es raro?– esas almas piadosas que confundían sus manifestaciones de piedad con abierto amaneramiento. En un seminario que funciona bien, alguien con esas características no entra; y si llega a colarse, no dura un minuto adentro. Un buen sacerdote siempre tiene, debajo de su sotana, los pantalones bien puestos. Pero muchos seminarios se convirtieron en receptáculos de almas blandas –sin reciedumbre por carencia de disciplina– y, a veces, de almas francamente afeminadas. Este mal se difundió tanto, el caso de EE.UU. llega a ser espeluznante, que es difícil pensar que fue simple casualidad. Algunos seminarios, carentes ya no sólo del sentido de la obediencia, sino incluso del de la vergüenza, se convirtieron en centros donde la homosexualidad se practicaba sin que nadie le pusiera atajo. No fue público durante mucho tiempo, pero sólo era cuestión de tiempo que llegara a serlo.

La bomba de un clero libertino en materias sexuales estaba armada y lista para explotar. Se demoró en hacerlo, pero lo inevitable llegó.

Estoy consciente de que lo que he señalado no basta para explicar lo sucedido en el seno de la Iglesia. Ya advertí que la explicación sería parcial, aunque ahora habría que decir, quizá, “muy parcial”. Para evitar que lo sea tanto, permítaseme terminar con la que, creo, es una causa más de lo que ha sucedido. La cara más visible de la Iglesia es su jerarquía: sacerdotes, obispos y el Papa. Pero la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo formado por todos los bautizados. Y en este contexto, aunque la jerarquía tenga mayores responsabilidades, los laicos también tienen las suyas. Hay tres responsabilidades de los laicos que tienen que ver con los sacerdotes y, en particular, con la calidad de los sacerdotes que ahora quiero destacar. La primera es la oración. En esto no caben las estadísticas, pero es legítimo preguntar cuántos males se podrían haber evitado, cuántas tentaciones podrían haber sorteado exitosamente los sacerdotes si los laicos hubiesemos rezado más por ellos. ¿No será que a partir de los locos años ’60 –o de antes– los laicos hemos estado rezando menos por los sacerdotes, por los obispos, por el Papa, y por las vocaciones sacerdotales?

¿Y qué de acompañar a los sacerdotes? El sacerdocio implica sacrificio, desgaste, trabajo arduo, muchas veces soledad. Es cierto que muchas veces el sacerdote está dispuesto a aceptar y enfrentar esos sacrificios, sobre todo con la oración, pero también lo es que no por eso deja de tener la humana necesidad de ser acompañado cuando los enfrenta. Aquí los laicos también tenemos una importante tarea que cumplir: acompañar a nuestros sacerdotes, estar atentos a sus necesidades, ayudarlos y sostenerlos cuando lo necesitan –¡que también lo necesitan!–, incorporarlos a nuestra vida social. ¿No será parte del problema el abandono en que nosotros los laicos, preocupados de éxitos mundanos y de cuanta frivolidad se cruza por delante hemos dejado a nuestros sacerdotes? ¿Cuánta tentación habrá nacido en la soledad y abandono de una casa parroquial?

Por último, ¿no será parte del problema el que la Iglesia ha dejado de contar en una medida importante con la familia –la Iglesia doméstica– como fuente de vocaciones sacerdotales santas? La familia era el lugar en el que las vocaciones sacerdotales nacían y se cultivaban mientras los padres les enseñaban a sus hijos a rezar, a jugar, a convivir, a trabajar y asumir responsabilidades. Hoy, tantas veces, la Iglesia tiene que buscar sus vocaciones sin el apoyo de la familia o peor aún, muchas veces contra su deseo; ¡y ojo que estamos hablando de las familias cristianas!, ¿quizá de la nuestra? ¿Cómo esperar entonces que cundan los sacerdotes santos?

Las faltas –a veces aberrantes– de tantos sacerdotes escandalizan. Nada excusa la responsabilidad personal que puedan tener y que Dios juzgará. Tampoco es excusable la desidia y negligencia con que tantas veces la autoridad eclesiástica enfrentó el problema. Hay hechos históricos que pueden ser señalados como causas de lo que ha sucedido. Pero la Iglesia es un cuerpo real –místico, pero real–, y por ello los laicos tienen también su propia responsabilidad. No la podemos dimensionar, pero sí la podemos asumir. Si no la asumimos ayer, sí la podemos asumir hoy.