Reconstruir, reconciliar
Augusto Merino | Sección: Política, Sociedad
Es reconfortante contemplar esas escenas en que personajes de posturas políticas opuestas se dan la mano o se abrazan a propósito del reciente terremoto. Se trata, claro, de un terremoto físico cuya responsabilidad no puede achacarse a ser humano alguno; nadie odia a su prójimo porque tembló la tierra.
Ha habido también un terremoto espiritual y moral en Chile hace más o menos treinta años, que sí es achacable a chilenos, y sus réplicas se siguen sintiendo hasta hoy. Hay quienes dicen que ese terremoto ocurrió hace ya ciento treinta años, y no les falta razón. No obstante el largo lapso transcurrido y la secuela de dolor y desastres sin fin que ha provocado, en torno a este sismo no ha habido abrazos. Por el contrario: parte importante de los involucrados ha dicho con ferocidad que, en lo que a él se refiere, no habrá “ni perdón ni olvido”.
Muchos cristianos, escandalizados por esta frase, que tiende a ser olvidada y que ojalá no se olvide nunca, han procurado tender puentes y han abierto los brazos en un gesto de reconciliación. Como era de esperarse, pocos de los que “no perdonan ni olvidan” han venido a estrecharse en ellos con sinceridad, aunque algunos lo han hecho por táctica: éstos son de aquéllos cuya estrategia es de largo plazo y no temen perder batallas con tal de ganar al fin la guerra.
Estas reflexiones, por el curso que van tomando, parecieran ser extemporáneas: frente a la catástrofe material que nos ha afectado lo que hoy se necesita es cohesionar, apretar lazos, presentar un frente unido. Exigencia que se hace más urgente ahora que, junto con el terremoto, se inicia un nuevo período político en el que tantos cifran tantas esperanzas: ¡qué hermoso sería tener un país reconciliado y unido desde la raíz misma!
Pero es precisamente ahora cuando conviene tener presente aquella terrible frase. Porque cuando se ha triunfado y se está arriba, el corazón humano, si es generoso, se siente magnánimo y dispuesto, precisamente, a perdonar y olvidar. Lo cual es, desde el punto de vista político cristiano, una inmoralidad tremenda.
Expliquémonos. Al cristiano le está mandado no sólo perdonar de todo corazón al enemigo sino amarlo como a sí mismo. El alcance, con todo, de este mandamiento, ha de ser cuidadosamente examinado.
Lo que el evangelio nos dice es “diligite inimicos vestros”. El término “inimicus” tiene en latín el significado de “enemigo personal, alguien a quien el hombre odia porque ha recibido de él un mal que lo afecta personalmente, en lo privado”.
Pero la riqueza semántica del latín, que corresponde en este punto a la del griego –lengua en que nos han llegado los evangelios–, distingue también otro tipo de enemigo, el enemigo de la polis o enemigo político, al que se denomina “hostis” (palabra de la que derivan muchas otras castellanas, como “hostilidad”, “hostigamiento”, etc.). Este “hostis” es el miembro de una colectividad que tiene, como grupo, intereses, ideas o ideales incompatibles con los de la nuestra. No hay, sin embargo, con ese individuo una relación personal de odio, salvo casos de indebido apasionamiento político: no nos ha hecho, en lo personal, mal alguno; no tiene sentido, pues, mandarnos a su respecto que no lo odiemos –no lo odiamos– o que lo perdonemos –no tenemos nada que perdonarle–.
Por eso es que el evangelio no dice “diligite hostes vestros”: al “hostis” no se lo odia, como sí se odia al “inimicus”. Ni tampoco tendría sentido un mandamiento semejante: por mucho que amemos a nuestro “hostis”, las incompatibilidades entre lo que él quiere hacer de la sociedad y lo que nosotros queremos persisten, al margen de cualquier buena intención, benevolencia o amor de nuestra parte.
Por lo demás, si se nos hubiera mandado a los cristianos amar a nuestro “hostis”, o sea, hacer como si ya no fuera tal “hostis” y hacer caso omiso de las diferencias que de él nos separan, se nos habría con ello prohibido hacer política, se nos habría puesto fuera de la “polis”, la cual vive, precisamente, en medio del reconocimiento de las diferentes y normalmente incompatibles opiniones sobre lo que debe ser la sociedad –y es incluso sano que así sea–.
En el día de hoy, cuando la tragedia colectiva nos conmueve y cuando la asunción de un nuevo gobierno puede hacer a muchos sentirse magnánimos y “perdonar y olvidar”, es más necesario que nunca tener presentes las reflexiones que aquí exponemos. “Perdonar”, si es que ha recibido ofensa o daño en lo personal, es algo que un cristiano debe siempre hacer. Pero un cristiano dedicado a la política o interesado en ella no debe jamás “olvidar” lo que lo separa de quienes tienen ideales políticos incompatibles con los propios, es decir, no debe jamás olvidar quienes son sus “hostes”.
¡Buena cosa sería que los líderes políticos cristianos “olvidaran”, movidos por piedad cristiana o por impulsos místicos, las diferencias que los separan de sus “hostes”! Estarían poniendo en grave riesgo la colectividad que encabezan, y siendo generosos con el caudal de valores de ella, que no les pertenece sino que les toca administrar prudentemente como cosa ajena.
Y, puesto que en estos días se nos insiste, y con razón, en la necesidad de reconciliarnos para reconstruir, es de máxima importancia dar a esa reconciliación el único alcance político moral que puede tener. Quizá podríamos, volviendo a la terrible frase, transformarla de “ni perdón ni olvido” en “perdón, pero nunca olvido”. “Perdonar y olvidar” es algo que la moral política prohibe al político cristiano aun en momentos de catástrofe nacional como los actuales.




