El progreso de pacotilla abortista
Pedro Beteta | Sección: Política, Sociedad, Vida
Decía uno de nuestros premios Nobel en Literatura, Jacinto Benavente, que “la peor verdad solo cuesta un gran disgusto. La mejor mentira cuesta muchos disgustos pequeños y, al final, un disgusto grande”. Creo que lo que estamos viviendo en España estos últimos meses en lo que al aborto se refiere es una gran mentira, la peor de las mentiras por lo que nos va a costar muchos disgustos grandes y al final la vuelta a la edad media, a la cabra y al cántaro.
¿Qué peor verdad decir que se han satisfecho las demandas de que sean los padres informados por la adolescente embarazada de su intención de abortar para dar el voto a la barbarie que pretende, en su caos corporativo, este desgobierno? ¿Qué mejor mentira que alegar que puede no comunicarlo a sus padres si ello va a suponer coacción por parte de sus progenitores, para dejar abiertas de par en par las puertas del aborto libre? ¡Con lo libre que ya lo tenían! Pero no…, ¡hay que arrasar! Y después de mí…, el diluvio. Un portillo abierto y se cuela un mozalbete que abre todas las puertas a los cacos.
Y lo hace un colectivo que ha vivido con la etiqueta cristiana durante décadas pero al quedarse sin mamandurria venden su alma al diablo. Confío en el sentido común de la gente de Euskadi y que les pasen factura política en su momento. ¡Qué energúmenos! Hacen buenos a Herodes, a los nazis,
¿Quiénes se benefician de tamaña aberración? Los que impulsan las “leyes” deben llevarse pingües beneficios y, con el oficio que han adquirido de épocas pretéritas, quizás cuando salgan a la luz ya habrá otros asuntos –botes de humo– en los que fijarse. Pero, ¿son ellos los promotores? No parece pese a la maldad que supone. Ellos sólo ejecutan órdenes. El holding de las Clínicas abortistas es tan malvado que responde al diabólico plan de la masonería; esas sí son las beneficiarias del aborto libre.
En Macbeth, éste es consciente de que lo único que le separa de la corona de Escocia es Duncan que duerme plácidamente y piensa que con un acto cruel podrá ser feliz para toda la vida. Sin embargo, tras el crimen ocurrió todo lo contrario. Actuar con esa falsa verdad le acarreó males insoportables. Los psiquiatras saben bien el efecto de este crimen. Un solo acto contra la ley provoca un ambiente mucho más angustioso que el de la propia ley. Macbeth es la amenaza abortista para aniquilar al inerme Duncan.
Mil mentiras juntas no producen una verdad y no se puede hacer una locura con la pretenciosa idea de alcanzar la cordura. Haciendo un mal, jamás el hombre puede hacerse a sí mismo más grande. Al revés, se encuentra más atrapado. Destroza una puerta, pero en lugar de huir se encuentra en una habitación todavía más pequeña. Y cuanto más destruye, más se estrecha esa habitación.
Algo así sucede con el aborto. Muchas personas son conscientes de que es algo abominable. No lo quieren a priori, pero aplauden la causa próxima: la práctica de sexo evitando un embarazo. Lo defienden “antiabortistas” que en realidad no lo son y llaman radicales e integristas justamente a los que van a la raíz del problema. Pero, ante un problema concreto, se ven a un solo paso de alcanzar –mediante el aborto– un objetivo codiciado, un señuelo de libertad.
Como cambian las cosas en poco tiempo. De cuando gritaban: “Nosotras parimos, nosotras decidimos” a este momento hay un abismo. La reclamación que en un principio parecía incontestable ha quedado obsoleta. Y como decía Delibes, habría que decir que efectivamente así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, ser parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión.
El progreso es una cosa y el progresismo otra. Al comienzo respondía a un esquema muy sugestivo: apoyar al débil, pacifismo, tolerancia, no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, la mujer frente al varón, el negro frente al blanco, la naturaleza virgen frente a la industria contaminante. Había que tomar partido por el indefenso, y era recusable cualquier forma de violencia. Todo un ideario claro y atractivo.
Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. No pensó ya que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del pobre, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y era políticamente irrelevante. Y empezó a ceder en sus principios. ¿Hay alguien más débil que el feto, que una vida humana desamparada e inerme? ¿Hay alguien a quien atentar más impunemente que un bebé? Nada importaba su debilidad, si su eliminación se efectuaba mediante una violencia silenciosa. Los demás fetos callarían, no harían manifestaciones callejeras, no podrían protestar.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Análisis Digital, www.analisisdigital.com.




