José
P. Raúl Hasbún | Sección: Religión
Las figuras de Juan Bautista, el Precursor, y de María la Virgen de Nazareth, Madre del Redentor absorben la atención de la Iglesia en Adviento.
Ahora, en vísperas de Navidad, comienza a emerger la de José. Es el esposo virginal de María y padre espiritual, padre adoptivo del Niño Jesús.
Los Evangelios recuerdan su dilema interior ante el embarazo de su esposa, y la revelación en sueños de que acepte a María y a Jesús, por ser éste obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen fiel.
José encabeza la peregrinación a Belén para cumplir con el censo, es testigo silencioso del parto virginal en el pesebre, de la adoración de los pastores y luego de los Reyes Magos, de las bendiciones y predicciones de Simeón y Ana.
Huye del furor infanticida de Herodes y encuentra hospitalario refugio en Egipto.
Siempre instruido por ángeles a través de sueños, retorna a Nazareth y reasume su trabajo de obrero de la construcción.
Participa de la angustia y perplejidad de María cuando el Niño de 12 años se queda sin avisarles en el Templo, “para estar en las cosas de mi Padre”.
Es protagonista de la prolongada vida silenciosa de Jesús, que hasta los 30 años crece en sabiduría, edad y gracia bajo el cálido alero de sus padres. Desaparece de escena sin una mención de su muerte, en todo caso previa al episodio de las bodas de Caná.
La figura de José encarna y potencia valores fundantes de la cultura y de la fe.
En primer lugar, su silencio. Nunca aparece hablando en los relatos bíblicos. El Espíritu Santo quiso así destacar que el silencio es el habitat natural de la fe y de la razón, de la vida y del amor, y que es imperativo escuchar, a Dios y a los hombres, antes de hablar con Dios y con los hombres.
De este silencio de José fluye su segundo valor característico: la obediencia. Ya por etimología la obediencia presupone oír y luego apresurarse en obrar lo escuchado. Es exactamente lo que hacía José: escuchaba a Dios, se levantaba y hacía lo que Dios le mandaba hacer.
El contrapreso perfecto a la desobediencia de Adán, que acarreó la ruina de la familia humana. Sin el cultivo de la obediencia no es posible hacer familia ni construir sociedad ni Estado ni Iglesia: todo está apostado a la obediencia.
Y finalmente su paternidad espiritual. Ya María había concebido a Jesús antes en su mente que en su vientre. José terminará de evidenciar que la paternidad es mucho más un acto del espíritu que un episodio de la carne. Fue virginalmente padre y realmente padre: tanto, que Jesús le daría a Dios el mismo nombre con que él interpelaba a José: Abba, papito…
El a veces incomprendido tema de la adopción alcanza aquí su más atractiva justificación.
José hizo siempre en la tierra todo lo que Dios le pedía. Con razón Dios hace hoy en el cielo todo lo que José le pide.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Humanitas, www.humanitas.cl.




