Érase una vez… un liberal
Michael Mayne-Nicholls | Sección: Política
Érase una vez, en un reino muy pero muy lejano llamado Chile, un singular hombre, un liberal que vivía en una nube, encerrado la mayor parte del tiempo en su castillo hecho de libertad. Este individuo, llamado “el innombrable”, era un descendiente directo de una larga lista de afamados vasallos, entre los que destacan sir John Locke, sir Stuart Mill, sir Von Hayek, entre muchos otros.
Cuando este liberal no estaba en su castillo, pasaba el resto de su tiempo rigiendo los destinos de una cofradía de pocos, es decir, al mando de una cofradía privada. Además, como buen juglar que era (que no es lo mismo que “un juglar bueno”), componía y cantaba unos versos que hablaban sobre una libertad sin límites: todas las semanas el innombrable se dirigía hacia “El Mercurio”, la plaza principal del reino, cabalgando sobre el lomo de “ideología”, su corcel alado, para cantar al público sobre este idílico paraíso de hombre libres, construido sobre un campo sembrado de fértil autonomía, donde el único soberano era el libre albedrío de cada súbdito.
Entre sus versos más conocidos –y por él repetidos– se encontraba aquel que decía que “es tan valioso ‘elegir’, como ‘elegir bien’, pues si importara más lo segundo no sería la autonomía, sino paternalismo”; o aquel que decía que “si usted puede moverse donde quiera, o hacer con su cuerpo lo que le plazca, sin que nadie pueda interferir con su voluntad, entonces usted es libre”. O cuando el rey Conservador II quería regular algunas actividades desviadas de sus súbditos, el innombrable lo cuestionaba asegurando que “no hay razones para que el Reino se inmiscuya ni reproche el ejercicio de la sexualidad de las personas”.
Su verso más famoso, sin embargo, y que formaba parte de su canto “Oda a la Autonomía”, era aquel donde aseguraba que “el Reino se beneficia más dejando que cada cual viva a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás”.
Así, la visión del reino ideal que tenía nuestro protagonista era aquella en que el súbdito fuera dueño absoluto de sus actos y su moralidad, es decir, un reino en el que cada súbdito tuviera una perfecta autonomía a la hora de decidir acerca de lo que era bueno y lo que era malo para sí mismo. Para el innombrable, entonces, el reino perfecto sólo se alcanzaría cuando todos aceptaran que la libertad fuese el valor supremo.
Sin embargo, esta historia tiene un desarrollo algo triste para nuestro protagonista. Aunque sus cantos contaban con una alta popularidad entre los súbditos del reino –también entre algunos nobles–, el innombrable nunca pudo realizar los sueños que ellos contenían. Es que nunca pudo derrotar a sus dos grandes enemigos –ninguno de ellos, como podría pensarse, era el rey Conservador II–: el primero, conocido como “sentido común”, muy pocas veces le daba oportunidad para que llevara a cabo sus ideales; tampoco pudo con el segundo, el más poderoso de todos: “realidad” lo llamaban algunos; “verdad moral”, para otros…
¿Quién era este poderoso enemigo de nuestro protagonista? ¿En qué residía su incontrarrestable poder? Sabemos algunas cosas acerca de la “verdad moral” gracias a los cantos de otro juglar, un tal Tomás, del reino de Aquino, que solía recitar acerca del fin total de la vida humana, sobre el hombre y su natural completitud. Uno de los versos que nos han quedado de “el santo” –como solían llamarle–, era aquel que decía que “la verdad y la rectitud de la razón práctica se da en la medida en que se relaciona conformemente al apetito recto”. De estos versos del santo se desprendía la enseñanza de que la acción voluntaria no es recta por el mero hecho de ser libre, sino que por tener al bien por objeto. Para Tomás, la bondad de la actividad humana no radicaba simplemente en ser tal, es decir, en ser resultado del uso de una voluntad deliberada, sino que se debía a la tendencia de dicho movimiento hacia lo bueno, hacia la búsqueda y consecución del bien.
De esta manera, “el santo”, juglar del reino de Aquino, cantaba que el fin último de cada súbdito no era la libertad en sí –como cantaba el innombrable–, sino que era el bien, en cuanto ser que perfecciona al que lo posee y goza. Para Tomás, entonces, la libertad era aquella facultad propiamente humana que permitía al súbdito alcanzar su bien supremo, su fin último o perfección, por lo que no podía ser ella misma dicho fin. Si es que así lo fuera, moralmente hablando daría lo mismo qué cosas se hicieran en su nombre, fueran estas buenas o malas.
Estas enseñanzas del juglar medieval, si bien son ciertas, no eran por todos compartidas, especialmente por los cientos de miles de seguidores del innombrable. Estos versos eran cada vez menos populares entre quienes formaban parte del reino de Chile: para muchos de ellos eran cantos casi extintos, que ya nadie cantaba por vergüenza a no ser escuchados o por temor a nos ser acompañados. Sólo algunos, muy pocos, en los oscuros y limitados espacios que aún se encontraban libres del poder e influencia del innombrable y su liberal cantar, seguían con orgullo recitando los versos de aquel juglar del reino de Aquino.
Sin embargo, como ya fue dicho, estos versos tenían un poder tal que nunca pudieron ser del todo olvidados. Es más, pese a que muchos se volvían juglares sólo por apoyar y cantar –y repetir– los versos del innombrable, éste nunca logró que sus cantos fueran reconocidos como ley –y verdad– oficial del reino de Chile.
Fue así, entonces, y pese a la enorme cantidad de seguidores con que contaba, que el innombrable liberal nunca pudo alcanzar su mayor y más secreto anhelo: el llegar a ser, algún día, el rey, y así tener el poder de “obligar a ser libres” a todos los súbditos de su reino, del muy pero muy lejano reino de Chile.




