A cien años de la separación Iglesia–Estado en Chile
José Ignacio Palma | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Religión, Sociedad
En Chile nos aproximamos al centenario de la Constitución de 1925, y con ello, de la separación entre la Iglesia y el Estado en nuestro orden jurídico. Hay que recordar, por extraño que parezca a los ojos contemporáneos, que la Constitución de 1833, además de comenzar con una invocatio Dei –“En el nombre de Dios Todopoderoso, Creador y Supremo Legislador del Universo”–, señalaba en su artículo quinto que “La religión de la República de Chile es la Católica Apostólica Romana, con exclusión del ejercicio público de cualquier otra”.
Esta desvinculación, no obstante, con todo el poder simbólico que tiene, no deja de ser una formalidad legal que difícilmente da cuenta de la compleja relación entre religión y política. Es sin duda una fisura importante, fruto de un conjunto de tensiones arrastradas al menos desde el siglo XIX, y alimentadas por una élite liberal de corte secularista que hizo del divorcio entre el poder temporal y la autoridad eclesiástica su principal objetivo político. Pero como bien afirma el estadounidense Patrick Deneen, a propósito de la situación de occidente en general, la separación entre Iglesia y Estado “nunca fue completa, ni podrá serlo jamás, ya que todo orden político descansa en ciertos supuestos teológicos” (Deneen, P.; Regime Change: Towards a Postliberal Future). Ello se vuelve evidente al hacer un recorrido riguroso por la historia de las ideas: dignidad, derechos humanos, libertad, soberanía y una larga lista de conceptos esenciales para la construcción de los órdenes políticos modernos, poseen un antecedente teológico directo.
Algunos de los artífices de la emancipación chilena parecían tenerlo claro. Y es que detrás del enfrentamiento bélico librado contra el ejército realista, se escondía un esfuerzo intelectual por justificar filosóficamente la necesidad de una república, aunque no siempre con la coherencia teórica que uno esperaría. Solo por dar un ejemplo: el primer número de la Aurora de Chile, periódico independentista fundado en 1812 y dirigido por el fraile Camilo Henríquez, defendía la soberanía del pueblo chileno para otorgarse su propio gobierno mezclando fuentes tan distintas y contradictorias como la teoría de la politicidad natural de Aristóteles y la tesis contractualista del pacto social.
Con todo, también la religión jugó un rol fundamental en este ejercicio justificatorio. Aquí, nos dice el historiador Gabriel Cid, se produce una paradoja, pues el “mismo factor que había permitido aunar posturas en los primeros momentos de la crisis hispánica”, por ejemplo invocando el lema “Dios, rey y patria” para fortalecer la lealtad hacia Fernando VII, se convertiría luego en una herramienta al servicio de los ideales republicanos.
La Aurora de Chile (a esta altura rebautizada como El monitor Araucano) fue nuevamente el escenario de exhibición de una verdadera teología política en favor de la independencia: “El uso político de la Biblia quedó graficado, por ejemplo, en un texto publicado en conjunto por los sacerdotes Pedro Arce y Camilo Henríquez, donde se propusieron hacer una ‘apología del cristianismo con respecto a la política’. Dios mostraba su preferencia por el régimen republicano, ya que era el más afín a las doctrinas evangélicas, especialmente en lo que respecta a la defensa de la libertad y la igualdad de los hombres” (Cid, G.; Pensar la revolución: Historia intelectual de la independencia chilena).
Si bien es cierto que la mayor parte del clero en Chile se mantuvo leal a la monarquía, y el bando independentista estuvo bajo la influencia de ideas liberales, masónicas y anti-católicas, no deja de ser llamativo que algunos de sus ideólogos reconocieran la importancia de sustentar teológicamente sus aspiraciones políticas (aun cuando los argumentos utilizados sean, por supuesto, debatibles).
Se trata de un periodo de tiempo de contradicciones ideológicas, propias de un país católico que poco a poco comenzaba recibir el influjo modernista desde Estados Unidos y Europa. A veces esta diversidad de ideas convergía sincréticamente en un mismo personaje, como fue el caso del libertador Bernardo O’Higgins. El Director Supremo, ilustrado y católico al mismo tiempo, envió una carta al Papa Pío VII en los albores de nuestra República buscando el reconocimiento de Roma al Estado de Chile. La misiva, que data del 6 de octubre de 1821, inicia así:
“Beatísimo Padre:
Desde que el Estado chileno libre e incólume, con el auxilio divino y por consenso de los pueblos, de toda dominación española y extranjera, me eligió con el sufragio de todos; Director Supremo o Primer Magistrado, ha sido mi principal deseo y el de todos los ciudadanos, el ofrecer a Vuestra Santidad el testimonio de humilde y cordial reverencia y de eximia benevolencia…”.
En la carta, O’Higgins constata además que la Constitución chilena reconoce la observancia exclusiva de la religión Católica Apostólica Romana, y anuncia el nombramiento de José Ignacio Cienfuegos como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario para establecer relaciones con el Vaticano. Pío XII, un siglo más tarde, reconocería que Chile fue el primer país hispanoamericano en acercarse al sucesor de Pedro para solicitar su venia.
En palabras de Jaime Eyzaguirre, gran historiador chileno, el gesto de O’Higgins es reflejo de “los sentimientos de sumisión del Director Supremo a la Silla Apostólica”, cuestión que nuestro padre de la patria intensificaría con el tiempo: en efecto, hacia el final de su vida volvería a escribir al Papa, aunque se desconoce si esta segunda carta llegó a la manos del Sumo Pontífice. Consta además por las palabras de una de sus sirvientes, que en el lecho de su muerte y con el último aliento que le concediera la Gracia Divina, pidió ser envuelto en el hábito de Francisco de Asís (Eyzaguirre, J.; “La actitud religiosa de Don Bernardo O‘Higgins”).
Eventualmente, la falta de solidez en los cimientos teóricos de nuestra república pasarían la cuenta, y hacia la segunda mitad del siglo XX, luego de tres décadas de gobiernos conservadores, el liberalismo de impronta secularista comenzaría a asentarse en las distintas esferas del debate público.
Abdón Cifuentes, el político católico más influyente de esta época, sería un adversario formidable para esa élite liberal. Además de desempeñarse como Ministro, Diputado y Senador, fundó diarios y revistas, promovió círculos católicos de obreros y fue uno de los impulsores de la Pontificia Universidad Católica de Chile (que hoy se erige como la casa de estudios más importante de nuestro país). Cifuentes estaba convencido de que los católicos tienen “el derecho y deber de influir en los negocios públicos”, aunque los criticaba por su extrema pasividad, la que los llevaba incluso a “poner los poderes públicos en manos de los enemigos de su fe”. Estas expresiones no son baladí: como hemos mencionado, al nacido en San Felipe le tocó enfrentar tiempos de férreo secularismo en el plano político, reflejado, entre otros hechos, en la promulgación de las leyes laicas que pusieron la administración del matrimonio, los cementerios y el registro civil en manos del Estado. Particularmente importante para él fue la disputa contra el monopolio estatal –ejercido a través del Instituto Nacional y la Universidad de Chile– sobre los exámenes de ingreso a la educación superior. A pesar de la resistencia de los sectores liberales y secularistas, la reforma impulsada por Cifuentes desde su rol como Ministro de Instrucción Pública permitió a las escuelas católicas emplear sus propios exámenes y planes de estudio.
Rara vez en la historia de Chile se han visto reunidos el liderazgo político, la claridad doctrinaria y el fervor católico concentrados en una misma figura; pero ese fue el caso de don Abdón. Como si fuera poco, fue dueño de una oratoria extraordinaria, la que a ratos recuerda a la de Juan Donoso Cortés. En ello no hay obra del azar: como bien ha identificado Gonzalo Larios, existen pruebas claras de que Cifuentes leyó a Donoso. En su Discurso sobre el Evangelio Republicano y el Evangelio del Cristo, pronunciado en la Cámara de Diputados de Chile el 30 de noviembre de 1868, el miembro del Partido Conservador hizo referencia a algunos de los pasajes del famoso Discurso sobre la Dictadura del marqués de Valdegamas, a quien “curiosamente no quiso nombrar sino como ‘filósofo y a la vez eminente orador’” (Larios, G.; Abdón Cifuentes en Europa):
“Para prevenir o refrenar los vicios y los crímenes, esos agentes destructores de todo derecho, de todo deber, de toda libertad, no hay, como dice un filósofo a la vez que eminente orador, más que dos clases de remedios posibles: la represión interna o la represión externa, la represión religiosa o la represión política. A quien no alcanza a reprimir el deber, tiene que reprimir la policía; al que no reprime su propia conciencia, tienen que reprimir el carcelero o el verdugo” (Cifuentes, A.; Discurso sobre el Evangelio Republicano y el Evangelio del Cristo).
Las palabras del diputado Cifuentes tenían por objetivo responder a uno de sus pares, el cual acusaba al Gobierno de José Joaquín Pérez de tolerar la existencia de un “partido clerical y ultramontano”, que cree “en verdades absolutas” y que “se inspira en el Evangelio de los Cristianos”.
Don Abdón nunca se dejó confundir por la retórica liberal que acusaba a los conservadores de mezclar la religión con la política. Por el contrario, tenía claro que todo orden social se sostiene sobre cimientos teológicos, y que la ley es letra muerta si no es por el influjo de virtuosidad proveniente de las diversas fuentes de la moralidad: la tradición, la educación y en primera instancia, la religión. “Quitad la revelación”, decía, “y quedará a oscuras el mundo de la inteligencia, confesándose la razón impotente para deciros quién sois, de dónde venís, a dónde vais” (Cifuentes, A. Discurso a los alumnos del Colegio San Luis). Para Cifuentes, omitir los fundamentos es sinónimo de perder el horizonte, lo que trae consecuencias desde el punto de vista político.
“¿Qué tiene que ver el cristiano con el ciudadano, el Decálogo con las Siete Partidas?”, se preguntaba retóricamente al confrontar a sus pares liberales, obsesionados con eliminar cualquier argumento metafísico del plano legislativo, y la respuesta para él era clara: toda ley civil que impone el deber de respetar la vida, la propiedad, el honor u otro bien fundamental para la realización humana, “no es más que la expresión de la ley natural”, la cual, impresa por Dios en el ser humano y refrendada luego en el Decálogo, es accesible al hombre tanto por la vía de la fe como de la razón (Cifuentes, A.; Discurso sobre el Evangelio Republicano y el Evangelio del Cristo).
Abdón Cifuentes viviría lo suficiente como para presenciar el divorcio entre Iglesia y Estado en el plano constitucional, pero no para ver todos los frutos de su propia obra. El siglo XX siguió siendo escenario de una erosión en los niveles de religiosidad, pero también del surgimiento de iniciativas de inspiración cristiana –usualmente provenientes de la Universidad Católica– que buscarían hacer frente al avance de la modernidad secular. Osvaldo Lira, Jaime Eyzaguirre, Mario Góngora, Gonzalo Vial, Jaime Guzmán y Pedro Morandé, fueron todos alumnos de la casa de estudios fundada por Cifuentes, y al igual que él, se convertirían en referentes católicos en la arena política o intelectual.
Hoy, se vuelve necesario redoblar esos esfuerzos. El proceso de secularización que atraviesan Chile y Occidente se aprecia en la superficie como un problema de adscripción institucional, pues disminuye el porcentaje de católicos, pero el fenómeno más extendido radica en la desacralización o desencantamiento de la realidad: la vida, la familia y la sexualidad –por el lado de los llamados “debates morales”–, pero también el derecho, la política y la economía –por el lado de los órdenes normativos– son paulatinamente desprovistas de su conexión con lo sobrenatural. “El Dios que se ha manifestado como logos”, siguiendo a Benedicto XVI, pretende ser reemplazado en su papel orientador de la conducta humana por una razón que reniega parcial o totalmente de su participación en la sabiduría divina (Ratzinger, J.; “Fe, razón y universidad”).
La consecuencia directa de esto es el surgimiento de ideologías modernas que se fundan en una interpretación sesgada de la teología cristiana, aunque sea de manera indirecta y no asumida. El “evangelio social” y el “evangelio de la prosperidad”, como los ha bautizado Edward Feser, son dos maneras reduccionistas de leer las sagradas escrituras, y que sin embargo han permitido a izquierdas y derechas llevar adelante el ejercicio justificatorio de su políticas económicas en los siglos XIX y XX (Feser, E.; It’s not about GDP). A ellos se suma hoy el “evangelio de la diversidad” del progresismo liberal, que reivindicando un amor sin verdad, crea nuevas versiones de lo que Ratzinger llamaba “patologías de la razón”.
No es paradójico, por tanto, que a cien años de la separación entre Iglesia y Estado en Chile, sigamos reflexionando sobre la inevitabilidad de la relación entre religión y política. Claramente la fe católica no se agota en su vínculo con los órdenes sociales, como muchas veces lo hacen ver quienes pretenden instrumentalizarla con fines meramente terrenales. Es más bien la política la que requiere reencontrarse con su punto de incondicionalidad, y para ello necesita abrir esas “dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”, como son la fe y la razón (Juan Pablo II; Fides et Ratio).
El mundo hispánico cuenta con una rica tradición en la custodia de estos principios. Los Cifuentes y Donoso de cada país y época han ido pasando ese testimonio de generación en generación, de maestros en discípulos. Nuestro deber es tomarlo, y pasarlo también.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por IDEAS de La Gaceta de la Iberosfera el domingo 3 de agosto de 2025.




